jueves 18 de abril, 2024
  • 8 am

El que quería ver a Jesús

Padre Martín Ponce de León
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Padre Martín Ponce de León

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Padre Martín
Ponce De León
Zaqueo me resulta un tipo simpático.
La simpatía que me despierta no proviene del hecho de haberse convertido.
Creo que ello es muy secundario ante su realidad muy nuestra.
Zaqueo era un petiso. Zaqueo era un “personaje”.
Era el jefe de los recaudadores de impuestos en su ciudad.
Permítanme un divague sobre tal función ya que nos ayuda a entender un poco mejor lo que tal hombre sería.
Los recaudadores de impuestos no eran bien vistos. Nunca, quienes tienen tal función, son bien vistos.
Ellos eran despreciados por sus abusos y especulaciones pero, fundamentalmente, por ser colaboradores de los romanos a más de ser acusados de poseer actitudes propias de los gentiles.
Por su tarea se les negaba algunos derechos civiles (no podían ni ser jueces ni dar testimonio en un juicio); no eran invitados a banquetes o bodas; se les negaba el saludo y su riqueza era mal vista.
El hecho de ser el jefe hace suponer que hacía mucho tiempo que estaba en aquella función. Por ello, Zaqueo, debía estar acostumbrado a esa marginación dispuesta y su convivir con tal realidad.
Ello hacía que Zaqueo se fuera distanciando, cada día más, de la gente del lugar donde vivía.
Petiso, con dinero, despreciado, con un cargo importante. Todas realidades que juntas a él lo harían un personaje pedante.
Él no quería convertirse ni, tampoco, deseaba hacerse seguidor de Jesús. Solamente tenía ganas de ver a aquella persona de la que tanto se hablaba y estaba en la ciudad.
Quizás había escuchado hablar de esa persona que tenía, entre sus seguidores, a un publicano como él.
Debía ser una persona especial como para que Mateo dejase su puesto y lo siguiese.
Él tenía ganas de ver a Jesús. Nada más que verle.
Claro que no fue de los que salieron corriendo a recibirlo y aclamarlo.
Tal cosa no condecía con su condición.
Quienes estaban rodeando a Jesús eran los hombres comunes del pueblo común.
Rodeado por una muchedumbre Jesús resultaba invisible para sus ojos.
Saltó detrás de la gente intentando lograr lo que deseaba. Saltó pero no logró ver a aquel hombre.
Quizás esbozó algún tímido e infructuoso “Permiso” acompañado de algún alevoso codazo. Nada. Nadie se movió ni le dejó algún resquicio.
Pero él continuaba deseoso de ver a Jesús.
Cuanto más dificultad encontraba más deseos sentía nacer en su interior.
Ya no era un deseo sino que le resultaba casi una obligación.
Dejó de lado su condición. Olvidó su altivez.
Trepó a un árbol y se aferró a una de las ramas para divisarlo cómodamente.
Debía quitarse esas ganas que sentía en su interior.
La gente que rodeaba a Jesús venía empujando sus pasos.
Al llegar a la cercanía de aquel árbol se detiene. Jesús alza la vista y la voz.
Llama a aquel hombre por su nombre y se invita a su casa.
Una corriente de estupor y silencio recorre a los presentes.
Era un personaje demasiado conocido como para no saber que era impuro, un despreciable.
Y Jesús se invita a su casa.
Cuando tenemos ganas de ver a Jesús Él siempre nos mira.
Cuando, pese a las dificultades, logramos dejarnos ver por Jesús, Él toma la iniciativa y nos llama por nuestro nombre.
Él siempre nos reconoce. Por ello se invita a nuestra casa.
Cuando lo dejamos entrar nuestra vida se transforma.