Por el Padre Martín Ponce De León
Hacía tiempo me habían realizado una invitación que, sinceramente, me atraía. Era pasar unos días “afuera”. La sola idea de estar a solas y en medio de una abundante tranquilidad, atraía mi atención.
Muy, pero muy en claro tenía, que era un privilegio que se encontraba más allá de mis merecimientos, pero se me presentaba como una evidente posibilidad.
Con el paso de los días fui mirando aquella invitación no como una posibilidad sino como una necesidad y, como tal, no podía desaprovecharla. Fue así como, una mañana, me encontré preparando el bolso con algunas pocas cosas que, suponía, podía llegar a necesitar.
Poco rato después estaba inmerso en una asombrosa tranquilidad. Un algo de viento y el gritar de unos loros era el único sonido que tenía por compañía.
Mirase en la dirección que mirase todo era una oportunidad para una vista larga que se podía perder en la distancia. Nada me impedía estar conmigo mismo, con Dios y la extraña sensación de saberme un privilegiado.
Tenía un montón de horas del día completamente para mí y podía utilizar, a las mismas, de la manera que se me antojase.
Podía pasar largos ratos entre las páginas de un libro o intentando garabatear letras sobre algunos renglones. Todo estaba permitido. Era dueño del uso de mi tiempo. Podía gastar tiempo viendo una presencia imaginaria que se desplazaba por los diversos lugares de la casa. Todo lo podía realizar gracias a las muchas horas que el día me regalaba y podía disfrutarlas plenamente.
Lejos, muy lejos, habían quedado las elecciones departamentales o el sepelio del ex presidente Mujica. Cerca, muy cerca, estaba la soledad y la tranquilidad.
En la casa, una enorme cantidad de camas, contrasta con la presencia solitaria del dueño de casa y la mía, ocupante transitorio de una de ellas. Las mismas son testimonio de muchas presencias y abundante actividad, pero, en esta oportunidad se conservan vacías y en silencio.
La “casera” una o dos veces al día se acerca, intercambia algunas palabras y se retira con el mismo silencio con el que llegó hasta donde me encuentro. Cerca unos caballos pasan las horas pastando y su presencia es notoria, únicamente, cuando les observo. Un poco más lejos un grupo de ovejas se entretienen silenciosas. Nada incomoda. Nada perturba la tranquilidad. Nada me impide estar a solas conmigo mismo. Me sé un privilegiado y disfruto de tal cosa.
Sé que no merezco semejante privilegio, pero no puedo evitar disfrutarlo a grandes tragos. Poco a poco, con el paso de las horas, voy sabiendo debo volver a la realidad y ello no hace otra cosa que invitarme a disfrutar, más y más, cada uno de los momentos que Dios me regala.
Gracias, Dios, por el mimo de este privilegio. Gracias, familia, por hacer posible estos días de tantísima tranquilidad. Gracias a mis superiores que me permitieron vivir esta experiencia de soledad, silencio y oración.
Ahora debo devolver con entrega y dedicación todo lo acumulado en estos días.
Gracias a la vida que me ha enseñado a disfrutar y valorar estas instancias de encuentro con uno mismo.
Espero no quedarme en el hecho de saberme un privilegiado sino que pueda hacer, al mismo, un algo de entrega y compromiso sin la necesidad de detenerme a mirarme a mí mismo.
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