Pequeño homenaje
Por el Padre Martín Ponce De León
En este día de la mujer quiero recordar a una que, por su forma de ser, pasará desapercibida en una jornada de reivindicaciones y derechos.
Le conocí hace mucho tiempo. Le admiré desde siempre. Le agradezco desde entonces.
Bastaba decir su nombre para que una ola de reconocimiento brotara hacia ella.
Durante muchos años, todos los sábados, iba a su casa a celebrar la eucaristía que ella vivía todos los días.
Su casa era de uno de los centros que la parroquia tenía como lugar de encuentro y presencia barrial.
Prácticamente vivía sola por más que nunca estuviese sola. En aquella casa siempre había gente y ella atenta para atender a quien fuese.
Muchas horas de su jornada las pasaba trabajando en el inmenso terreno de su casa.
Siempre tenía mucho para hacer puesto que era demasiado espacio para ella sola.
Sus hijos trabajaban lejos del hogar materno y, por ello, salvo alguna tarea extraordinaria, muy poco realizaban en las tareas que ella llevaba adelante diariamente.
Debido a las tareas que realizaba, generalmente andaba con heridas en sus brazos o en sus piernas. Algún arañón, algún golpe, un raspón, un moretón.
Heridas superficiales, pero heridas al fin, que ella trataba de ocultar para que nadie realizase algún tipo de comentario sobre su actividad.
En su corazón siempre conservaba un lugar privilegiado para con su esposo y sus hijos.
El mejor pollo sería comido en el día del cumpleaños de…, las mejores frutas o verduras eran para las esposa de…, la mejor torta era para su hijo… Siempre eran una presencia privilegiada en su corazón de madre.
Siempre tenía algún detalle para agasajar a alguno de los que se reunían los sábados en su casa. Inventaba pretextos para ir rotando a los agasajados puesto que su única intención era que cada uno se supiese especial para ella.
Todo era dentro de una extraordinaria sencillez y ella no hacía nada por disimular tal cosa pero era tal el afecto que allí se recibía que todo siempre resultaba demasiado.
Cada día las dificultades para caminar eran más notorias pero los sábados se llenaba de vitalidad, rejuvenecía y nada le impedía estar en un constante movimiento. Los niños llenaban su alma y le hacían revivir.
Cuando los chicos se iban, porque había culminado la hora y no porque lo quisieran, nos reunía, a los adultos, en su cocina y mientras nos preparaba unas tortas fritas y algún te, nos ponía al tanto de la situación compleja de la familia de alguno de ellos.
Ello indicaba que durante la semana había ido a visitar a los chicos en su casa y profundizaba en la realidad de ellos.
Muchas eran las veces que, tocada en la solidaridad generosa, se privaba de alimentos para llevar a hogares donde eran necesarios.
Pero lo más importante que ella poseía era su bondad y ternura y tales cualidades las derrochaba a manos llenas.
Era una mujer coherente que sabía que ella era secundaria puesto que lo que verdaderamente importaba era lo que la impulsaba a ser como era.
Con pasión intentaba evitar que algunas adolescentes tomasen caminos que les podían conducir a la insatisfacción y pasaba largos tiempos conversando con ellas y, en algunos casos, se las llevaba a vivir con ella con tal de protegerlas.
Era una mujer con todas las letras en mayúscula. Había hecho de su ser un culto a la maternidad y ella le impulsaba a sentirse madre de todos y cada uno de los que llegaban hasta su casa.
No era alguien que llamase la atención por su aspecto externo pero, sí, por su realidad interior.
Cuando alguien se cruzaba con ella establecía una corriente de cariño, si era conocido, o de respeto, si era un desconocido. Junto a ella se podía ver un algo que le iba señalando como especial.
Ha pasado mucho tiempo. Ella no ha de ser un modelo para estos tiempo pero su vida continúa proclamando: Maternidad, Disponibilidad, Servicialidad, Trabajo, Cercanía, Sensibilidad y Santidad.