Por Andrés Merino
Sostiene Manini que, haciendo las cosas bien, los primeros resultados en materia de mejora de la seguridad se verán de aquí a un año. Aún teniendo en cuenta que se empezará a trabajar sin perder un momento. Una de las señales en ese sentido es que el mismo 1° de marzo el nuevo Ministro del Interior sentará a una mesa de trabajo a los diecinueve Jefes de Policía designados para comenzar su trabajo de inmediato. Tal medida satisface nuestro reclamo, reiterado en varias ocasiones desde esta columna, de que los actuales Jefes y sus comandos no podían estar ni un minuto más allá del 29 de febrero en sus cargos debido a su inoperancia, salvo honrosas excepciones.
La semana pasada nos referimos a una de las «patas» en las que se apoya el tema de seguridad ciudadana: el funcionamiento de las fiscalías a la luz del nuevo Código del Proceso Penal. Pues bien, la Policía es otra de ellas, no menos importante, y si bien la administración frentista ha tenido sus aciertos, especialmente en materia de remuneraciones y equipamiento, aspiraciones largamente postergadas, heredamos una institución con una crisis moral y de organización destacables.
Como ejemplo, desde que arreciaron los ataques y rapiñas a funcionarios en los últimos meses para despojarlos de sus armas y chalecos, la moral de la Fuerza está en franco declive.
Zubía fue el primero en olfatear que esos ataques tienen un origen organizado, y clamó en el desierto. Ahora nos desayunamos que fuentes de Inteligencia detectaron que hay una orden definida en ese aspecto, y que poderosas organizaciones delictivas buscan aumentar su poder de fuego con armas de calidad robadas a los policías. Y literalmente hay muchos funcionarios asustados.
Si mal no recuerdo, me crié escuchando que un policía no entrega ni extravía su arma en ninguna circunstancia, y si así lo hiciere, la más leve de las sanciones es la baja automática. Hoy parece que las cosas han cambiado, y al ingresar al cuerpo policial, a nuevos agentes se los trata en primer lugar como a funcionarios públicos se los saluda a los besos en cuanto encuentro oficial o no haya, y si alguno es despojado de su armamento, le espera un simple trámite administrativo para clausurar el incidente.
Debilidad que los delincuentes han percibido y están aprovechando.
En nuestra sociedad, como en todas la civilizadas, los ciudadanos renunciamos al uso de las armas para velar por nuestra seguridad colectiva, y esa responsabilidad la ponemos en manos de la organización policial y militar, a cuyos actores debemos preparar y armar con nuestros recursos. De ese esfuerzo esperamos obtener una defensa especializada y efectiva de uno de nuestros derechos fundamentales, y personal con mentalidad de simples funcionarios no están por cierto a la altura de un combate que se viene perdiendo contra la delincuencia cada vez más organizada.
Conocí familias de policías: abuelos, padres e hijos que abrazaron esa maravillosa actividad, con vocación y dedicación a pesar de los tradicionalmente bajos salarios. Se preparaban en cuerpo y espíritu no solamente en la Academia, sino en sus casas, alimentándose de la experiencia y disposición de sus mayores a la tarea.
También había de los otros; los que buscaban una salida laboral, pero éstos no eran los que se destacaban.
Evitemos de aquí en más convertir al instituto policial en un repartición estatal habitada por funcionarios públicos.
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