Por el Padre Martín Ponce De León
La mañana se me presentaba como de una jornada especial.
El viento soplaba delicadamente e impedía que las banderas quedaran quietas. Se agitaban a un ritmo totalmente distinto que el de la música que abría la marcha.
La pequeña caravana marchó recorriendo distintos lugares donde la pobreza de las casas era evidente y elocuente.
Con la llegada de la música los perros, la mayoría de ellos de una flacura notoria, salían casi sin ganas de ladrar pero dispuestos a estar presentes.
En cada lugar, casi como un empeño, el sol me daba en el rostro.
Los niños surgían de todos lados con prisa y expectativa.
Niños, casi todos ellos, esmirriados e inquietos. Los adultos llegaban un poco más tarde despuntando el día que recién comenzaban.
Saludos, explicaciones y algún poco de conversación.
No era una visita sino un encuentro casi fugaz pero harto elocuente.
Los niños salían disparados a observar desde lejos el obsequio recibido mientras que los adultos buscaban algún recipiente para recibir la comida que se entregaba.
Casitas de costaneros y chapas eran un grito elocuente de carencias y precariedad.
Era una situación que se reiteraba en cada lugar donde la caravana se detenía.
Parecía que el sol se entretenía en saludar a cada uno de los moradores de aquellos lugares.
Los niños corrían para abrazarle y el sol se inclinaba para besarles.
Los adultos conversaban junto al sol para hacerle llegar algún cuento o algún planteo.
El sol parecía correr en todas las direcciones para obsequiar su cercanía y calidez.
Solamente me distraía, de su golpear mi rostro, el deber cumplir con una tarea que había descubierto y me hacía sentir útil.
A medida iba transcurriendo la mañana el sol brillaba con más fuerza. Ya no solamente me daba en el rostro sino que, también, me hacía sentir su calidez.
Por todos lados muchos niños, muchas carencias y abundancia de perros flacos.
Parecía que la gente del lugar ya estaba acostumbrada a aquellas presencias puesto que eran muy pocos los que salían a la calle para ver pasar aquella caravana.
En cada lado en que se detenía aquella marcha los niños afloraban de todos lados buscando algo. Algunos niños muy pequeños se acercaban de la mano de algún adulto.
Algún adulto, llevando a algún pequeño de la mano, debía caminar varios metros hasta la próxima detención puesto que lo hacían con mucha lentitud y algunos, desanimados, dejaban que la caravana se alejase sin poder llegar hasta alguno de los coches.
Los tachos que acercaban para llevar algo de comida presentaban una diversidad asombrosa. Algunos no lucían muy pulcros, otros mostraban mucha utilización y no faltaban los muy limpios e impecables.
Tal variedad no hacía otra cosa que poner de relieve los lugares de donde provenían aunque no era una realidad objetiva.
No faltaban algunos adultos que, sin moverse de sus asientos, se encargaban de azuzar a los niños para que actuasen mientras ellos esperaban para ver lo obtenido por estos.
Ya casi sobre el medio día el sol se encontraba en su esplendor y se las ingeniaba para estar en todos los lugares. Ya en la marcha como en los destinatarios de cada lugar.
Algunos niños se encargaban de suplir a los perros que se quedaban dormitando, luego de algunas vueltas por entre todos los lugares, puesto que corrían detrás de la caravana esperando recibir algo más.
Yo, cumpliendo con la tarea asumida, no hacía otra cosa que disfrutar el sol de esa mañana.
Lo disfrutaba viéndole brillar.
Lo disfrutaba viéndole despertar sonrisas.
Lo disfrutaba viéndole muy cerca de cada persona que le recibía.
Tenía el sol en el rostro pero no podía hacer otra cosa que disfrutarle ya que Jesús siempre es un sol que nos ilumina e impulsa.
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