Por el Padre Martín Ponce De León
El relato evangélico parte de una premisa propia de la creencia religiosa de aquel tiempo.
Las enfermedades eran un “castigo de Dios” ante alguna falta.
No podían explicar la falta que podía haber cometido alguien que nacía con alguna limitación física y, entonces, atribuían la culpa a alguna falta cometida por alguien de hasta tres generaciones anteriores a él.
Dios se sabía ofendido y guardaba su castigo para cuando se lo propusiese pero jamás olvidaba.
Esta era su concepción de Dios.
Era Dios, sin duda, alguien a quien se debía tener mucho temor de ofender puesto que, en algún momento, habría de manifestar su castigo.
El relato evangélico busca mostrarnos al Dios de Jesús en su real dimensión.
Es un Dios que perdona y libera.
Es un Dios que, porque cercano, actúa revirtiendo la situación.
No precisa de rituales o ceremonias para actuar.
La sola palabra de Dios redime porque perdona y libera.
No hay un pedido del ciego para recuperar la vista o para manifestar su fe en Jesús.
Dios no precisa de esas realidades para actuar.
Alcanza con vivir la situación para que Él actúe y se manifieste.
La gran mayoría de las curaciones de Jesús son una respuesta a una manifestación de fe en él y es esa fe la que obra.
En este relato, al no haber una solicitud, Jesús pone la eficacia en un signo.
Un signo que no posee nada de extraordinario ni fuera de lo común.
Hace barro con saliva, una sus ojos y lo envía a lavarse en una determinada pileta.
El hombre realiza lo mandado y regresa viendo.
Muchas veces no prestamos atención a los signos comunes y ordinarios con los que Dios se nos manifiesta.
Muchas veces esperamos nos solicite cosas extraordinarias para poder descubrirlo.
Dios siempre nos habla desde lo cotidiano y desde lo común de nuestros días.
Es allí donde nos está indicando lo que debemos realizar.
Para ello necesario se nos hace el estar dispuestos a escucharle.
Tal cosa es, sin lugar a dudas, algo que no solemos realizar.
Vivimos movidos por la prisa y los ruidos y ello nos impide estar disponibles para escuchar a Dios.
Vivimos tan cuidadosos de nuestras apariencias que no permitimos nos toque el barro de lo cotidiano.
Es allí desde donde Dios actúa en nuestra vida.
Para poder hacer de nuestra vida una respuesta fiel necesitamos que el barro de la vida nos toque por más que ello nos parezca ensuciarnos.
Jamás podremos comprender y perdonar si no experimentamos, en carne propia, la necesidad de ser limpiados por Él.
Podemos experimentar el “recuperar la visión” cuando somos conscientes de nuestras cegueras.
Si lo nuestro es enseñar a ver pero sin dejar que el barro de lo cotidiano nos toque jamás permitiremos a nuestros ojos ver desde lo de Jesús.
Si lo nuestro es dar lecciones de visión correcta pero jamás asumimos nuestras limitaciones nunca nos daremos cuenta de que permanecemos en la oscuridad.
Dejar actuar a Jesús para que Dios obre es involucrarnos, como Él, en lo cotidiano y ordinario de nuestra vida.
Mientras tanto continuaremos ciegos porque sin ver la liberación que está junto a nosotros.
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