viernes 26 de abril, 2024
  • 8 am

La Calle de la Muerte

Leonardo Vinci
Por

Leonardo Vinci

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Por Leonardo Vinci.
Alberto Masferrer dijo alguna vez lo que a mí me gustaría decir, pero con palabras que yo no sabría cómo escribir. Es por eso que más allá del tiempo y la distancia, me he tomado la libertad de sintetizar una de sus obras.
Él fue una de las figuras políticas y filosóficas más importantes de América.
Destacado hombre de letras, escribió varios ensayos en El Salvador hace 100 años.
Si bien es cierto que no existía en aquellos días el flagelo de la pasta base, su alegato contra los vicios sociales es igualmente válido para ilustrar el problema que nos ocupa.
Decía el salvadoreño: Nuestra calle principal, podría llamarse Calle de la Amargura. O mejor aún, Calle de la Muerte. Desde que llega la noche, una caravana de pobres o miserables- los más- vagan a ver si les dan algunas monedas para lograr algún alivio. Es como si hubiera frente a mí una cárcel donde viven los criminales desvalidos; los que no tienen la llave dorada que abre las puertas de la Justicia.
Han perdido el hábito del trabajo, para que las flores más bellas adornen nuestras mesas; para que la vida, en toda forma, descienda de allá arriba, y venga, en ondas de salud y alegría, a reavivar las fuerzas decaídas de los que penamos y pecamos en la ciudad.
Ya de noche, sus mujeres e hijas cansadas, fatigadas, caen pesadamente sobre la cama, y duermen como troncos- si no hay niño pequeño que las desvele- hasta que Venus, comienza a desvanecerse ante los blancores del alba.
Puesto el sol, dan una vuelta por la ciudad y se embrutecen, pierden el sentido, se vuelven agresivos, pendencieros, y al volver al barrio hieren al compañero, al camarada, al amigo, a su mujer, a quien se le enfrenta, a cualquiera. Dentro de su cuerpo un verdadero demonio se esconde, sediento de lucha y de sangre, ofusca su rudo entendimiento y les impele a la riña y al crimen.
En breves horas, todo el trabajo del día es disipado. Si no encuentra las pocas monedas sustraídas por la mujer a escondidas, habrá algo para comenzar la semana.
Si no…
En breves horas, todo el bregar, todo el afán, todo el sudor del trabajo, pasan, convertidos en dinero maldito, a otras manos. Las piernas les flaquean, la voz enronquece. Las palabras se confunden y huyen, la mente se nubla. El corazón se encrespa, y la fiera surge de las profundidades del hombre, presto a desgarrar y a devorar.
Cada vez se necesita más, siempre más. Y entonces todo huye, todo se desvanece; la memoria, la atención, el juicio, el sentimiento del yo, el discernimiento del bien y del mal. Es la locura, última forma que franquea el paso del hombre a la bestia, a la fiera.
De madrugada, los ojos se vuelven vacilantes, dando tumbos, cayendo aquí y allá; los ojos extraviados o mortecinos, las ropas salpicadas de lodo, los labios escurriendo baba y barbotando palabras sin sentido. Algunos caen, pesadamente, y quedan ahí, tendidos, largo a largo, vuelta al cielo, la faz inexpresiva.
¿Cuántos de esos que pasan con la mirada perdida podrán salir curados de alma y cuerpo, y volverán su casa en algún momento, después de sumergir en tristeza y dolor a sus gentes? ¿Cuántos terminarán en la cárcel, a pudrirse aguardando que la Justicia les recuerde?
Y al fin, cuando salen, están arruinados por muchos años, a veces para siempre. Mientras se pudrían en la cárcel, se murió el chiquitín; enfermó y sufrió largamente la madre; la esposa se fue, y mientras, allá sola, la hija mayor cuidando de los hermanitos, sucumbió a las promesas del patrón, o fue seducida por un conocido y tuvo un niño… una carga más para el hogar exhausto.
Esta calle que de mañana es la alegría y vida, por la noche es cambiada por tristeza.
Esta calle… es, de veras, la Calle de la Muerte.
¿Para pensar, verdad?