Por Leonardo Vinci
Para Anacleto Dufort y Álvarez, en nuestro territorio, más que en cualquier otra parte, creció un espíritu local tan arraigado y fuerte, que la independencia del Estado Oriental y la emancipación de la Metrópoli, constituían para los Orientales un solo sentimiento. Uno e indivisible.
Cuando un pueblo siente y quiere con intensidad semejante, es error funesto contrariarlo, pues a toda costa, hará siempre efectiva su aspiración con tenacidad irresistible, arrollando a quienes se opongan y endiosando a quienes de esa aspiración hagan su bandera.
He ahí el secreto de la incontestable y decisiva influencia del general Fructuoso Rivera en los destinos de nuestra patria.
Nadie como él personificó y tradujo en hechos gloriosos, la aspiración suprema de este pueblo, condensándola en páginas tan brillantes como Guayabos, Rincón y Cagancha.
Si esa personificación explica su prestigio local sin parangón posible, explica al mismo tiempo la saña inmoderada con que Rosas- representante de la aspiración opuesta- combatió y execró la descollante personalidad de Rivera.
Lo que no había conseguido la Confederación Argentina, ramificado en todas las provincias, con el decidido apoyo del Perú y de Bolivia y el eficaz auxilio de la escuadra francesa, lo había conseguido el gaucho Rivera al frente de un puñado de orientales. Rosas, en medio de sus triunfos, desde la más alta cima de su pasmoso poderío, temió la exaltación de Rivera y se creyó en peligro.
Carlos Freire escribió que Echagüe- de legendaria crueldad- venía de vencer a nuestros aliados correntinos. Allí murió Berón de Estrada, y tras el degüello de 800 soldados rendidos, al cadáver del caudillo de Corrientes se les cortaron lonjas de piel de la espalda para hacer una manea y enviarla de regalo a Rosas.
Dufort cuenta que Rivera se encontraba en Montevideo cuando llegó el chasque anunciándole que Echagüe vadeaba el Uruguay. Montó a caballo en el acto y desapareció. Durante quince días nadie supo de él hasta que apareció con un ejército de cerca de dos mil hombres en el Queguay.
Había recorrido casi toda la República, dando sus instrucciones personalmente, reuniéndose con los jefes, recorriendo los ranchos, disponiendo la adecuada distribución en los diferentes departamentos, a fin de cruzar y destruir el plan enemigo en el intento de sublevar la campaña. Siempre sobre el caballo, casi sin comer y sin dormir, desplegó esa actividad pasmosa, que ante el peligro, singularizó al gran caudillo.
La noticia de la invasión de las tropas militares al mando de Echague provocó el temor colectivo y buena parte de la población se replegó sobre Montevideo, que ya no tenía murallas. A la hora de la verdad, un 29 de diciembre, Rivera le dijo a sus hombres que pelearían para defender su hogar y la hacienda, el rancho y el pago, la familia y la patria.
En su libro «La invasión de Echague» el autor cuenta que «Se hizo el silencio precursor de la batalla. Un sol de mediodía doraba la cúpula celeste, alumbrando aquellos rostros tranquilos y de mirada atenta en la expectación de los grandes hechos. El general Rivera montaba un caballo overo con esa arrogancia soberana de los grandes jinetes. Sable a la cintura, las riendas en la mano izquierda y en la derecha el látigo de trenza. Era su arma de combate. Sabía vencer, pero no sabía matar»
Tras durísimos combates había llegado la hora del desastre para el ejército invasor. Unos tiros de cañón, bastaron para provocar el desbande, la huida, el pánico de la derrota. A las tres de la tarde la banda del 1º de Cazadores hizo vibrar los aires con las notas de la diana triunfal, que como un eco repitieron en toda la línea los diferentes cuerpos del Ejército vencedor. Y nuestros héroes, saboreando con deleite las embriagueces de la victoria, gritaban en coro formidable: ¡Viva la patria! ¡Viva el general Rivera! Fue cuando Don Frutos ordenó: ¡Que no se mate a nadie! ¡A tomar prisioneros! ¡No se manche la victoria!
Para que se conociese la victoria entregó su propio caballo overo a un chasque quien llegó a Montevideo muy entrada la noche. Parado frente al portón de San Pedro, a grandes voces se anunció así: —¡Viva la patria! ¡Viva el gobierno de la República! ¡Viva el general Rivera! Al asomarse al muro el Jefe Político don Luis Lamas le dijo afectando gran aspereza: — ¡Ché! ¿Qué gritos son esos? De seguro que vienes disparando del enemigo. — ¡No, señor!… ¡Hemos triunfado!
El país entero recibió jubiloso la noticia
Vuelto a nacer bajo el sol de Cagancha, el país seguiría siendo el país.
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