Por el Padre Martín
Ponce de León
Dios ha querido dotarnos de luces y de sombras. Dos realidades que debemos saber descubrir.
Luces que, en oportunidades son resaltadas por nuestras sombras.
Sombras que, en oportunidades, nos impiden llegar a ver a nuestras luces.
Nunca somos solamente una de las dos realidades las que se encuentran en nuestro interior.
Nunca somos únicamente una de las realidades las que ponemos en acto con nuestros comportamientos. Siempre habremos de encontrar a ambas muy juntas.
Son lo que somos y no podemos ignorarlo.
No podemos entrar en comparaciones con los demás puesto que cada uno de nosotros somos distintos y tal cosa es lo que nos hace originales.
Lo verdadero es la necesidad de ser auténticos. No somos para intentar copiar algún ejemplo que podamos encontrar o que nos deslumbre. Debemos ser nosotros mismos.
Es evidente que podemos, a más de aceptar lo que somos, ser mejores como personas y para ello debemos potenciar la intensidad de esas luces que están en nosotros.
Para ello, necesariamente, debemos poder descubrir las luces que están en nosotros aunque siempre podemos descubrirnos teniendo luces que ni idea teníamos de que estaban en nosotros.
Hay quienes se empeñan en combatir las sombras que poseen y hacen de toda su existencia una lucha infructuosa puesto que es combatir contra uno mismo.
Lo importante es asumir nuestras sombras y potenciar la intensidad de nuestras luces. Solamente así podremos lograr que nuestras sombras sean cada vez más insignificantes o notorias. Pero siempre van a estar.
Cuando intentamos acrecentar la intensidad de nuestras luces, necesariamente, salimos de nosotros. No nos quedamos encerrados en nuestro mundo.
Nos relacionamos con el mundo de los demás que siempre es un mundo de luces y sombras.
Allí podemos encontrar que nuestras luces ayudan a potenciar las luces existentes como, también, podemos ayudar a que alguna sombra pierda volumen.
Nuestra luz no es un algo que se imponga a la de los demás ni se ubica al margen de ellas. Es un algo que ayuda y en ello está su valor y utilidad.
Nuestra luz siempre debe unirse a la de los demás para ayudar en lo que podemos llamar fraternidad universal.
Con ese nuestro aporte nos ubicamos en una realidad que nos hace descubrirnos útiles y valiosos. No porque seamos mejores sino porque ayudamos a sumar desde lo que somos y con lo que somos.
Sin nuestro aporte desinteresado y generoso nuestro hoy es un algo más gris.
Sin nuestro aporte solidario y comprometido nuestro hoy se hace un algo con más sombras que luces.
El aporte de nuestras luces requiere de gestos bien concretos. No alcanza el deseo o la buena voluntad.
Necesarios son los gestos reales, puntuales y palpables.
Necesarios son esos gestos evaluables que digan de nuestra entrega y de nuestra colaboración para que el hoy tenga un poco más de luminosidad.
No es pedantería de nuestra parte el asumir nuestras luces sino que ello es una realidad necesaria y elemental.
Cada uno de nosotros estamos llamados a colaborar con un mundo más luminoso por más que, muchas veces lo podamos sentir, la realidad se nos muestra o la descubrimos como un espacio donde no hay mucho lugar para las luces.
La realidad no deja de asombrarnos con hechos tan oscuros que no podemos menos que asombrarnos y ello no es otra cosa que un grito desesperado (casi un alarido, diría yo) de que no ocultemos nuestras luces sino que nos animemos a ponerlas al servicio de los demás.
No podemos olvidar que, porque hijos de Dios, somos seres de luz y debemos hacerlo realidad.
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