Por el Padre Martín Ponce de León
El relato evangélico que conocemos como “La Transfiguración” no se sabe, a ciencia cierta, si responde a un hecho histórico (cosa muy dudosa) o a una experiencia religiosa vivida por algunos discípulos y, luego, compartida al resto de la primera comunidad cristiana.
En dicho texto se nos presenta a Jesús hablando con Elías y Moisés (ambos personajes relevantes en la historia religiosa del pueblo de Israel. Luego del diálogo silencioso se escucha la voz de Dios desde una nube e, inmediatamente, se encuentran con Jesús solo.
Es indudable que el relato está cargado de simbolismos que llevan a pensar que es producto de la elucubración de los escritores evangélicos.
Todo se desarrolla en la cima de un monte que, para la mentalidad de aquel tiempo, era el lugar preferencial para encontrarse con Dios. Las figuras acompañantes de Jesús no son dos figuras del antiguo testamento tomadas al azar. Moisés representaba a “La Ley” que era el instrumento válido para llegar a vivir conforme lo establecido por Dios. La figura de Elías era la representación de los profetas. Personajes de la historia religiosa del pueblo que mucho habían colaborado con la fidelidad del pueblo a lo dispuesto por Dios. Sus voces habían sido una constante invitación a la conversión y, por lo tanto, una llamada a la conversión.
La voz de Dios se escucha desde una nube que representa lo divino cerca de lo humano y lo humano vecino a lo de Dios. Es, casi, que una representación de lo cotidiano.
El relato simbólico concluye diciendo que, luego de la visión, los discípulos ven “solo a Jesús”. Creo que esa es la gran enseñanza que dicho relato pretende dejarnos para nuestro hoy.
Para llegar a Dios necesario es solo a Jesús. En Él encontramos todas las voces de los profetas y su invitación a la conversión. En Él encontramos esa “Ley” que no se detiene en detalles pequeños, sino que motiva a vivir la “Ley del amor” como camino nuevo y seguro, para llegar a Dios.
Es una invitación a asumir la necesidad de mirar a Jesús detenida y profundamente. No es necesario quedarnos en el ropaje en que se nos va presentando en los relatos evangélicos. Necesario es saber llegar y quedarnos con lo esencial de su vida.
La necesaria necesidad de mirar solo a Jesús es, sin lugar a dudas, un desafío que debemos enfrentar con coraje y audacia. Coraje y audacia puesto que nos irá llevando a buscar que lo nuestro sea lo suyo.
Es evidente que, el hecho de asumir tal realidad, nos hace descubrir en Jesús a Dios completamente cercano, comprensivo, misericordioso y colmado de amor por cada uno de nosotros. Descubrir a Jesús como un ser que asume y transforma todas y cada una de nuestras realidades para que, las mismas, nos conduzcan a Dios y al prójimo.
La propuesta de Jesús no nos lleva a quedarnos en su persona, sino que, lo suyo, nos introduce, de lleno, en una relación cristiana de relacionarnos con los demás y en una búsqueda permanente de fidelidad a la voluntad del Padre Dios.
Lo suyo no se queda en bonitas palabras, sino que es una actitud que hace vida hasta las últimas consecuencias. Lo suyo no es una sola realidad interior, sino que se hace necesario hacer, de lo suyo, una tarea, una conducta y un compromiso.
Nos ha dejado subsidios y ayudas para poder hacer vida el detener nuestra mirada solo en Él ya que siempre habremos de vivir la tentación de transformar las ayudas y los medios en fin y manera.
Solo a Jesús es una propuesta que nos hace sentirnos útiles y felices ya que viviendo a pleno nuestra condición de personas cristianas.
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