Por Pablo Vela
Este 25 de agosto, Uruguay celebró 200 años de la Declaratoria de la Independencia. Es una fecha cargada de historia, memoria y orgullo nacional. Hace dos siglos, un pequeño territorio en el sur de América Latina alzó la voz para afirmarse como nación libre y soberana, en medio de intereses imperiales y regionales que la empujaban a ser parte de otros proyectos ajenos. Esa vocación por la independencia, por la autodeterminación, fue el germen de una república que, con aciertos y errores, ha buscado construir una democracia sólida, inclusiva y respetada. Así es reconocida en el mundo hoy en día y debemos cuidar de ello.
Pero el bicentenario no debe ser solo un festejo nostálgico. Es también una invitación a pensar el país que somos y el que queremos ser. Porque, aunque hemos consolidado muchas conquistas, los desafíos que enfrentamos hoy no son menores.
Uno de ellos es el desafío social. La desigualdad, la fragmentación urbana y la falta de oportunidades para muchos jóvenes (sobre todo en los sectores más vulnerables) amenazan con consolidar un país de dos velocidades. La educación, que fue motor de movilidad social durante décadas. Permanentemente necesitamos ir repensando su rol e ir modernizando sus estructuras sin perder el espíritu igualitario que la hizo bandera de la nación.
Otro desafío es el medio ambiente y la sostenibilidad. En 1825 no hablábamos de cambio climático, pero hoy es imposible ignorar que el modelo de desarrollo que el mundo ha seguido está chocando con los límites del planeta. El agua, la biodiversidad, la tierra, son recursos finitos. La protección ambiental no puede seguir siendo un apéndice de la política, sino un eje central del modelo de país que imaginamos.
La ciencia, los recursos humanos para ahondar en ella existen, no debe verse opacado por la falta del respaldo (el que sea necesario) desde lo estatal para con nuestros científicos.
Tampoco podemos soslayar el desafío de la convivencia democrática. Uruguay ha sido ejemplo regional de institucionalidad, respeto y alternancia pacífica. Pero el discurso público se ha ido crispando. Las redes sociales amplifican la polarización, y el desprestigio hacia lo político gana terreno (muchas veces con razón). Necesitamos reconstruir la confianza ciudadana, no solo en las instituciones, sino entre nosotros mismos como sociedad, el voto razonado por el que tanto insistimos.
Por último, está el desafío de la identidad. Vivimos en un mundo globalizado que tiende a homogeneizar culturas. Reafirmar nuestra identidad no es encerrarnos en el pasado, sino proyectar nuestros valores, nuestra forma de ser, nuestro modo de convivir y construir, hacia el futuro. El bicentenario puede ser una oportunidad para repensarnos, desde la cultura, la historia, el arte y el diálogo intergeneracional.
A 200 años de aquel 25 de agosto, vale celebrar. Pero más vale comprometernos. Porque la independencia no es solo un hecho del pasado, sino una tarea constante. No se trata solo de recordar a los próceres, sino de estar a la altura de sus sueños. La patria se construye cada día. Y los próximos 200 años empiezan hoy.
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