Por Cecilia Eguiluz
(ceciliaeguiluz.uy / @CeciliaEguiluzOficial)
El pasado domingo, Uruguay eligió a quienes conducirán los destinos del país durante los próximos cinco años. Yamandú Orsi y Carolina Cosse nos gobernarán a partir del 1º de mayo de 2025.
Desde mi lugar, felicito a los ganadores y, por el bien de todos, espero que logren llevar adelante la mejor gestión posible para nuestro país. Lo digo desde mi convicción democrática y con el republicanismo que caracteriza a los uruguayos, cualidades que nos han convertido en ejemplo internacional. También lo expreso como ciudadana que trabajó y votó por la otra opción política, la Coalición Republicana, encabezada por Álvaro Delgado.
Sin duda, miles de compatriotas eligieron el cambio. Es una frase poderosa, pero también compleja, que invita a reflexionar. ¿Qué significa realmente cambiar? En un país como el nuestro, donde las diferencias tienden a ser más matices que abismos, resulta difícil valorar qué implica el cambio. Me pregunto: ¿qué cambio buscaba la ciudadanía que votó por Orsi? Y, más importante aún, ¿qué tan viable será implementar cambios profundos y significativos?
Hay una idea que me inquieta: con frecuencia asociamos cambio con mejora. Sin embargo, cambiar y mejorar no son sinónimos. Un cambio puede ser positivo, negativo o incluso neutro. En ocasiones, parece que el verbo cambiar genera una percepción confusa, como si bastara con el movimiento para garantizar el progreso. Pero la historia, tanto personal como colectiva, nos enseña que no siempre es así.
En esta campaña se habló mucho de modelos de país e incluso se intentó trasladar conceptos como la grieta desde Argentina. Sin embargo, desde mi perspectiva, estamos lejos de esas divisiones profundas. Más allá de los discursos, tengo la impresión de que en Uruguay, el cambio del que hablamos es, en esencia, un cambio de personas, no de modelos estructurales.
Uruguay tiene dos bloques fuertes: el Frente Amplio y la Coalición Republicana. Existen rivalidades entre ellos, pero también una franja significativa de ciudadanos para quienes la elección parece más vinculada a las personas que encabezan los proyectos que a las diferencias ideológicas. Este grupo de votantes es el que, en última instancia, define las elecciones, como ocurrió en 2019 y nuevamente ahora.
Esto me lleva a una conclusión: nuestro sistema político necesita replantearse y redefinir ciertos aspectos clave. Es fundamental dibujar con claridad las líneas que separan a estos bloques. Las políticas públicas deben presentarse de forma más transparente, y los modelos que cada coalición propone deben exponerse con nitidez. En esta campaña, a mi entender, no se marcaron con la suficiente precisión las bases ideológicas, económicas y sociales de cada propuesta.
Cambiar no significa evolucionar, y cinco años son un lapso demasiado corto para medir el impacto real de cualquier cambio sustancial en la vida histórica de un país. Por eso, ese leitmotiv que conduce a la victoria de unos también puede convertirse en la espada de Damocles que pende sobre sus cabezas. Gobernar no es sólo gestionar el cambio; es demostrar que el cambio vale la pena.
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