Por el Padre Martín Ponce de León
Hace poco tiempo comenzaron a aparecer los jazmines. Al pasar por algunos lugares uno no puede dejar de sentir el olor embriagador de los jazmines en flor. Aroma poderoso y penetrante que se hace sentir desde lejos. Está bien que así sea puesto que, instintivamente, uno busca dónde ubicar aquella planta donde las hojas verdes se pierden entre flores blancas o algunas ya marchitas que permanecen exhalando aroma. Los jazmines me traen el recuerdo de la casa de nuestro abuelo donde, en el frente, había varias plantas cargadas de años que, por el ocho de diciembre, comenzaban a florecer. Al comienzo eran unas pocas flores, pero, luego, con el paso de los días, casi todas las piezas de la casa se encontraban con algún recipiente conteniendo flores y haciendo que el aroma particular se ocupase de invadir todos los espacios de la casa. No hace mucho me invitaron a ver una planta que estaba atiborrada de pimpollos y ahora está cubierta de blanco. Quizás haya alguien a quien dicho perfume no le agrade por intenso o penetrante, por duradero o invasivo. Yo, debo reconocerlo, me descubro disfrutando de tal aroma. Para mí, dicho aroma me resulta tan poderoso y envolvente que me resulta, algo así como un intenso abrazo. Ese abrazo que dice de cercanía, comunión y entrega. Ese abrazo que desde la piel te llega a lo más profundo del corazón y allí se instala y permanece, aunque haya pasado mucho tiempo de haberlo recibido. Para mí el aroma del jazmín es, algo así, como un detalle de amor que se regala para que todo tu entorno se vea modificado por esa presencia que se hace constante, aunque, físicamente, no esté presente. El jazmín va mucho más allá de una planta, una flor y su intenso aroma. Sin lugar a dudas es todo un hermoso regalo que Dios nos hace para que sepamos como es su presencia en nuestras vidas. Nunca pasa desapercibida. Solamente es cuestión de estar atentos para experimentar su aroma y observar con cuidado para descubrir la fuente de tan sensible aroma. Su presencia hecha aroma no nos deja indiferente. Cuando nos damos cuenta de la presencia de Dios en nuestras vidas experimentamos la dicha de saber que nos envuelve, rodea y abraza como solicitando permiso para poder actuar en nosotros. Resulta imposible ser indiferente ante su presencia. Dios siempre es cercanía, pero, también, un Padre amoroso que respeta nuestras decisiones. Podremos fascinarnos con el perfume intenso de la flor o podemos sentir desagrado ante tal aroma. Él, siempre, va a respetar nuestra decisión, pero, también, siempre va a quedar cercano y disponible por si en alguna oportunidad deseamos necesitarle. Jamás ignora a alguien. Así como el jazmín no se brinda a algunos y se niega a otros, Dios, jamás realiza distinción de personas. Se brinda a todos por igual. Intentemos corresponder a su amor o nos ubiquemos en un cerrado rechazo a su presencia o existencia. Ojalá nuestra vida pueda ser un constante encontrarnos con el perfume de la presencia cercana de Dios. Lo podamos descubrir, disfrutar y, por sobre todas las cosas, dejar que su perfume se nos transforme en el placer de descubrir el intenso aroma da su amor hecho cercanía.