Por el Padre Martín
Ponce De León
Me habían regalado unos deliciosos trozos de dulce de zapallo para que los compartiera con la gente de la mesa compartida.
Digo delicioso porque antes de llevarlo al comedor lo había probado. Debo reconocer dudé entre llevarlo y compartirlo o guardarlo e irlo comiendo con el paso de los días pero terminé inclinándome por lo primero.
Cuando lo llevé dije que era una donación de uno de los comensales. Yo y él sabíamos era un invento de mi parte puesto que la donación venía de otro lado.
En varias oportunidades le escuché hablar del horno de barro que hay en la casa de su hermana y, entonces, afirmé que era un dulce bien casero porque hecho por él en su horno de barro.
Nunca podré saber si, en su imaginación, lo decía en serio o continuaba mi disparate, pero comenzó a explicar cómo lo había realizado utilizando el horno.
Con mucha seriedad relataba el tamaño de la boca del horno que permitía pudiese introducir una olla y cómo hacía para revolver el dulce sin sacarlo del centro del horno.
Todas las veces que le preguntaron si era cierto que él había realizado aquel dulce él se mantenía en su afirmativa.
Cuando, a lo largo de la mañana, alguien le criticaba alguna cosa él se defendía diciendo que nunca más iba a traer de algún dulce que hiciese.
Luego del postre alguien preguntó si no había un poco más de dulce de zapallo para repetir y se le dijo que no era posible tal cosa él saltó aclarando que había llevado para que fuese probado solamente.
Todo había comenzado con un invento de mi parte y terminaba el almuerzo con la duda si él no estaba convencido de haber aportado el dulce que se gustaba en esa oportunidad.
Le escuchaba y no podía creer hablase con tal convicción de una realidad que sabía no era elaborado por él.
Fue, entonces, que me puse a pensar en que tal comportamiento era muy propio de nuestra condición humana.
Muchas veces, con absoluta tranquilidad, nos apropiamos de logros de los cuales no somos propietarios.
Casi que con total tranquilidad hemos retirado a Dios de nuestra existencia y el individuo ha pasado a ser el único dueño de la historia.
Parecería no tenemos nada que agradecer a Dios ya que todo es resultado de nuestros esfuerzos.
Con facilidad olvidamos que nuestras capacidades son un obsequio que hemos recibido para que, poniéndolas al servicio de los demás, las hagamos crecer y desarrollarse.
Con facilidad olvidamos somos instrumentos de la acción de Dios.
Con lujo de detalles podemos recorrer nuestros logros para gloriarnos de los mismos pero olvidamos agradecer al que los ha hecho posible.
Vivimos un tiempo donde, parecería, Dios se ha puesto en un costado para dejar al hombre como centro y sabemos esto no es real.
Dios continúa estando en el centro de nuestro existir por más que, muchas veces, le ignoremos o le neguemos un reconocimiento.
Pese a nuestra ingrata forma de comportamiento, Dios no nos retira lo que nos ha dado y continúa obsequiándonos sus dones.
Son regalos que nos realiza desde su amor por cada uno de nosotros y nosotros seguimos considerando que esos regalos son propiedad y mérito de nuestra capacidad.
Olvidamos a Dios, lo hemos quitado de nuestra existencia, hemos construido una historia donde Él no tiene mucha cabida.
La anécdota del comienzo de este relato nos puede parecer incomprensible y propia de quien posee alguna capacidad intelectual pero no es más que un reflejo de nuestra conducta cotidiana.
Dios no espera nada de nosotros pero nada nos costaría, muchas veces, no olvidarlo y esbozar un sencillo GRACIAS por todo lo que nos brinda y hace posible.
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