Por Leonardo Vinci
Hay determinadas épocas en la vida de los pueblos en que se cierra todo camino a la esperanza y en que las libertados públicas parecen llegar a su última hora- diría Juan Carlos Blanco a fines del siglo 19- entonces, llega el momento de tomar las armas.
Así lo sintieron hombres citadinos convertidos en soldados revolucionarios soportando con admirable estoicismo las rudas jornadas cumplidas a lo largo del río Uruguay, tal como lo narrara Justino Zabala Muniz.
«Las balas silbaban ya por todas partes. Frente al batallón, la tropa enemiga inició su avance. Pero Teófilo Gil y Batlle y Ordóñez hicieron alto, se detuvieron junto a una loma, y se dijeron estas cosas, en espartano diálogo, mientras el estrago hacía nuevos claros en las filas: -Dime, Pepe, ¿cómo se portó mi hermano en la lucha y en la muerte? Batlle le respondió de inmediato: -Con heroica serenidad».
Rodríguez Fabregat cuenta también que a Teófilo Gil se le iluminaron los ojos, aquellos claros ojos de bondad por los que se le asomaba el alma. Aquellos ojos que salieron del libro para el combate donde moría su hermano, y que se cerrarían también para siempre en el mismo combate y en la misma gloria.
Cuando ya el sol se inclinaba hacia occidente, el plomo de las hordas santistas que avanzaban a paso de trote sobre las guerrillas de la legión patriota, cortaba el hilo de aquella existencia fulgurante, que cruzó como un meteoro de luz por el cielo tenebroso de la patria. El 31 de marzo de 1886, Teófilo Gil era herido de muerte, según la descripción de «La Reforma» de Mercedes.
Sus restos permanecieron envueltos en el silencio funerario de los sangrientos campos del Quebracho.
Escribía Setembrino Pereira que la patria perdía en él uno de sus mejores hijos; la prensa una de sus más fuertes columnas; las letras uruguayas uno de sus más gallardos cultores, y la generación a la que pertenecía, su talento más preclaro.
Para Antonio Vigil, el nombre de Teófilo se convirtió en un poema dividido en tres grandes cuadros de la más tocante y terrible unidad: sufrió los dolores de la patria, batalló sin tregua por su honra, y murió en su holocausto.
Carlos Warren- quien peleó a su lado en el Quebracho- decía que su vida de hombre, su vida de ciudadano era un modelo, un ejemplo que debía tenerse siempre presente por la juventud anhelosa del bien, naturalmente generosa en sus sentimientos, levantada y grande en sus ideales.
Agregaba que de Teófilo Gil, se podía decir con propiedad que, por su carácter, por sus sentimientos y por su talento, era de la materia con que se fabrican los grandes hombres.
Le faltó siempre escenario donde lucir sus brillantes dotes: una vez que lo tuvo- a los pocos pasos- encontró abierta la tumba donde se han enterrado con su ser, el tesoro de sus virtudes, de sus grandes y generosas pasiones, de su fecunda y brillante inteligencia.
Quien hizo así de la Patria un culto, merece pues que sobre su tumba viva la gratitud de todos.
Los pueblos honrados no pueden olvidar jamás a sus mártires, por eso, el sábado 27 de marzo iremos a Quebracho a rendir homenaje a los valientes revolucionarios.
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