Por Leonardo Vinci.
Isidoro de María fue un prestigioso escritor, historiador, periodista y político.
Contaba Pivel que después de 1880, antes que ningún otro, le ofreció al país la visión de conjunto de su pasado, entonces no muy remoto, pero que ya integraba nuestra historia.
Aquellos episodios en los cuales no había intervenido- o de los cuales no había sido testigo- los conocía a través del relato y de las memorias de los actores por él obtenidas.
Su libro más conocido fue Tradiciones y recuerdos del Montevideo antiguo, en el que contó que aproximadamente en el 1800, los charrúas – minuanes asolaban Montevideo con sus frecuentes malones y robos, y varias veces salieron los vecinos armados a echarlos a sus tolderías.
En una de esas incursiones, cayó en poder de los charrúas «… un niño cristiano, de la vecindad de esta ciudad, de nombre Raymundo…» de 9 años, perteneciente a la antigua familia del cabildante Francisco Larrobla.
Acostumbraba jugar con sus compañeritos fuera de portones, y alejándose un día de los muros, se lo alzó un jinete, con engaños.
«El pobre muchacho desapareció, sin que su afligida familia pudiese averiguar su paradero. Jamás se supo de él. Perdido en los desiertos campos, fue a caer en manos de los indios que merodeaban por los pagos cercanos.
Cautivo de los bárbaros, el pobre niño fue a padecer en la vida salvaje de los toldos, entre charrúas y minuanes. En esa vida errante y salvaje, se familiarizó tanto con sus usos, costumbres y su lengua, que perdió hasta su propio idioma. En sus correrías, le Ilevaron los indios a Entre Ríos, después a Santa Fe, y a las Pampas de Buenos Aires».
Con el tiempo, Raymundo se había hecho hombre.
¿Quién habría sido capaz de reconocer en él al niño cristiano, arrebatado 25 años antes de las cercanías de Montevideo por los bárbaros?
En una escaramuza entre la indiada y los soldados del Rey en 1805, cayó herido y lo tomaron prisionero. Tras rendirse, balbuceó las palabras «Cristiano Roble». Esa fue su salvación. Sospechando los militares que fuese algún cristiano de los tantos cautivos de los indios, lo llevaron para averiguar su origen.
Cuando se supo que lo habían apresado, estaba en Buenos Aires Don Juan Francisco Larrobla, que había ido a ordenarse de sacerdote. Dado que a su hermanito lo habían llevado por la fuerza los indios hace años, y aunque le pareciera un sueño que pudiera ser él, fue a cerciorarse al cuartel donde le tenían.
Como Raymundo ya no entendía el idioma castellano, por medio de un intérprete se supo que efectivamente, los indios lo habían tomado por la fuerza cuando chico, y que con ellos había vivido en las tolderías.
¡Quién había de decirles que el cacique Roble, era ni más ni menos que aquel pobre muchacho Raymundo tan llorado, que había desaparecido siendo niño, cautivo de los indios!
Una vez en la casa paterna- devuelto a la vida del hombre civilizado- recordó el escondite de un instrumento cortante que había hecho cuando chico. Buscó algo en la chimenea de la cocina y extrajo una navaja vieja que allí había ocultado en su niñez.
La historia tuvo un milagroso final feliz.
Su hermano, el sacerdote Juan Francisco Larrobla, fue quien presidió la Sala de Representantes de la Provincia Oriental que declaró la independencia del Brasil el 25 de agosto de 1825.
(El relato original ha sido modificado y abreviado, respetándose lo sustancial).
El Instituto de Derechos Humanos se preocupa actualmente por la suerte de los muertos hace 200 años en Salsipuedes…
¿No debería también tener presente a las víctimas de los Charrúas?
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