Por el Padre Martín
Ponce De León
Si se pregunta “¿Qué es la fe?” quizás encontraríamos tantas respuestas como a personas se pregunte.
Para algunos puede ser creer en cosas que no se ven o no se entienden. Para otros puede ser aceptar y practicar algunas disposiciones.
Para unos puede ser una reafirmación de la confianza en Dios y en su acción. Para otros puede ser la acción de rogarle a Dios con la certeza de que Él todo lo puede.
En los relatos evangélicos la fe es un voto de confianza en Jesús y sus posibilidades pero, parece, que él tratase de poner más énfasis en el acto de confianza que en sus posibilidades. (“Tu fe te ha salvado”)
En reiteradas oportunidades pone de manifiesto que es esa confianza en él depositada la que hace posible el portento que se le ha solicitado.
La fe es la experiencia personal de Dios en nuestras vidas.
La fe nos permite saber que Dios, siempre, está junto a nosotros.
La fe nos hace experimentar la presencia de Dios actuando en nuestra existencia.
Le fe es la que nos hace tener conciencia de que esa experiencia no es por algún mérito personal sino que es un don de Dios.
Lo podemos experimentar junto a nosotros porque Él nos permite lo podamos experimentar.
Es por eso que podemos afirmar que la fe es una iniciativa de amor de Dios por quien la posee.
Al ser una iniciativa de amor corresponde la hagamos una experiencia de amor y, por lo tanto, haciendo que todo nuestro ser se involucre en ella.
La fe no es una experiencia donde se involucra, únicamente, nuestra capacidad intelectual.
La fe no es una experiencia donde se involucra, únicamente, nuestra capacidad de sentir.
La fe, al ser una experiencia de amor, debe ser una realidad que involucra completamente todo nuestro ser. Porque así es el amor.
Es una experiencia personal y, por lo tanto, es un algo que no es para que le guardemos en nuestro interior sino que es para que la pongamos al servicio de los demás ya que ello es lo que nos ayuda a realizarnos como personas ya que somos seres en permanente relación.
Al ser una iniciativa de Dios, la fe no es otra cosa que un grito de Dios que nos hace saber la manera especial con la que nos ama.
Nuestra respuesta a ese gesto de amor no puede ser otra que actitudes concretas de vida.
No hacemos otra cosa que corresponder a lo que Dios hace en nosotros desde nuestro accionar para con los demás.
Por ello es que muchas de nuestras acciones carecen de mérito sino que son, simplemente, lo que debemos hacer ante lo que Dios hace con nosotros.
Dios regala el don de la fe a quien Él lo desea y ello no responde a que se sea mejor o más bueno.
Quizás uno puede suponer que tener el don de la fe hace que se puedan vivir determinadas realidades de una forma muy distinta a como las puede vivir alguien que no tenga el don de la fe. Y ello es verdad.
Pero es una verdad a medias puesto que el don de la fe exige una respuesta coherente a lo que se experimenta y vive.
No se posee mucha fe porque se rece mucho o porque se acepte todo lo que toca vivir. Se tiene mucha fe porque se intenta vivir en coherencia con lo que la fe implica.
La fe requiere de obras que la muestren y ello no resulta muy sencillo puesto que siempre podemos crecer en nuestra experiencia de Dios y, por lo tanto, siempre necesitamos acrecentar nuestras acciones motivadas por la dicha experiencia.
La fe es la experiencia personal de Dios en nuestras vidas y las acciones vitales que acompañan dicha experiencia.
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