Historias
Por el Padre Martín Ponce de León.
Es parte de mi tarea acercar a unas personas que deben desarrollar una actividad en un lejano lugar.
Mientras ellas desempeñan su actividad doy alguna vuelta por el lugar para conversar en alguna casa y, de sobrarme algo de tiempo, aprovecho para redactar el borrador de algún artículo.
El lugar, lleno de tranquilidad y silencio, se presta para ello.
Dado que, desde hacía varios días me encontraba desganado producto de un resfrío que me afectaba, decidí no salir a recorrer el lugar y limitarme a escribir un posible borrador de artículo.
Para poder realizar esa tarea llevo un cuaderno y un algo para escribir. Encontré un lugar para sentarme y me puse en la nada sencilla tarea de deber encontrar un tema.
Repentinamente se abre una puerta y un señor se acerca a saludarme y a invitarme a conversar. Para ello debía abandonar el lugar donde estaba y posponer mi idea de escribir algo.
Es obvio que no podía negarme ya que no iba a otra cosa que para estar disponible para la gente del lugar.
Mientras me instalaba para conversar con aquel señor escuchaba que las personas que había llevado comenzaban su tarea.
Él en un banco y yo en una silla comenzamos un viaje que nos llevó por campamentos y pesquerías por durante más de una hora.
Se iban juntando frustraciones y alegrías en los diversos viajes que emprendíamos sin movernos del lugar. Viajes con mucho de aventura, dificultades y satisfacciones.
Habíamos comenzado en un campamento donde otro grupo de a campantes cocinaban una polenta y concluimos nuestros viajes intentando aprender la mejor manera de colocar un red para tener una buena pesca.
Estaba aprendiendo a colocar la red cuando un chico nos trajo a la realidad convidándonos con un cucurucho de pop.
Casi mágicamente nos trasladamos al sanatorio donde comenzó a narrarme sus once operaciones a las que fue sometido.
Estábamos en ello cuando llegó la hora de retornar. Habíamos pasado casi una hora donde él conversaba y yo escuchaba. Una hora donde él me escuchaba y yo compartía alguna experiencia algo similar a lo suyo.
Cuando me levanté de la silla para agradecer la charla volver a la realidad no pude evitar observar que mi cuaderno conservaba su hoja en blanco pero sentía había valido la pena que tal cosa sucediese.
Valía la pena porque lo mío había quedado en segundo lugar.
Valía la pena porque aquel hombre había revuelto su baúl de los recuerdos para compartirlos conmigo.
Valía la pena porque había gastado casi una hora escuchando y ello siempre es muy valioso para conocer y aprender.
Valía la pena porque, sin lugar a dudas, habíamos establecido un nexo entre aquella persona y yo.
Valía la pena porque aquel señor había capturado mi atención y ello siempre resulta positivo en las relaciones que se establecen con los demás.
Valía la pena porque el escucharle me hizo sentir que Jesús me decía: “Yo también supe escuchar a mis amigos y sus historias de pescas y no temas tener la hoja de tu cuaderno en blanco puesto que ya no necesitas de un borrador pues tu mente está colmada de los renglones que este hombre escribió por vos”