Por el Padre Martín Ponce De León
Respeto que usted la denomine de otra manera dentro de las varias que posee esta semana pero yo no puedo llamarla de otra manera que no sea “Semana Santa”
Para los cristianos es esta una semana muy especial puesto que desbordada por acontecimientos que hacen a la esencia del ser cristianos.
Acontecimientos que se detonan por la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén. Hecho que tiene, desgraciadamente, “los ramos” que recuerdan dicho acontecimiento.
Digo “desgraciadamente” puesto que los ramos han adquirido un protagonismo que solamente debe tenerlo Jesús.
Un Jesús que quiere entrar en nuestra vida para que la misma, reconociéndolo como Señor, se llene de fiesta, alegría y gozo.
Un Jesús que quiere entrar en nuestra vida para que la misma se llene de valores, de la voluntad del Padre Dios y de una creciente fraternidad.
¿Le permitimos ingrese en nosotros y sea protagonista?
¿Le dejamos ingresar en nosotros para que lo nuestro sea una prolongada celebración de gratitud a Dios?
El jueves celebramos “la última cena de Jesús”. Una celebración cargada de signos de real importancia cada uno de ellos.
En primer lugar que Jesús se reúne a cenar con sus amigos en un encuentro cargado de fraternidad. Es un encuentro donde se comparte la vida y la fraternidad.
Jesús lava los pies a sus amigos. Es Jesús que asume una tarea propia de los esclavos. Se hace esclavo porque servidor desde el amor. Esclavo desde el amor que es servir hasta dar la vida. Ese signo que era de bienvenida a los invitados a la mesa. Jesús al hacer suyo el gesto nos dice que lo suyo es nuestro y, por ello, bienvenidos a lo suyo y para ello se queda en la eucaristía que es otro de los grandes gestos de la celebración.
Es, también, una jornada donde se recuerda la institución del sacerdocio con lo que de servidores ello es.
El viernes recordamos “la Pasión de Jesús”. Es una celebración donde el amor desborda en todos y cada uno de los momentos.
Es evidente que es mucho más fácil si nos quedamos mirando a Jesús en la cruz y toda su carga de sufrimiento o toda la injusticia que rodean a sus últimos momentos.
Todo lo del Viernes Santo es una acabada demostración de lo mucho que somos amados por Dios. Nos da todo, hasta su vida, para mostrarnos su amor.
Dios ama y no se guarda nada y, por ello, es una capacidad de amarnos realmente que desborda todo lo que pueden ser nuestras capacidades imaginativas.
El sábado celebramos su vuelta a la vida.
Es un amor, el suyo, tan intenso que la muerte no puede retenerlo y, por ello, vuelve a la vida para mostrarnos que siempre el amor disipa nuestras oscuridades llenándolas con su luz.
Es una demostración que el amor verdadero nos colma de luz pese a que rodeados de realidades que dicen y construyen muerte.
Sin lugar a dudas que la única manera de poder comprender en totalidad la vida de Jesús es desde la perspectiva de un gran acto de amor de Él y, por lo tanto, de Dios hacia los seres humanos.
Vence y supera cada una de esas realidades que dicen de muerte, de oscuridad o sombra en la medida en que dejemos que su amor transforme nuestra existencia.
Resucitó para que nos animemos a soñar.
Resucitó para que nuestra vida se realice.
Resucitó para que descubramos el valor de la entrega desinteresada.
Resucitó para que sepamos no transitamos solos por los senderos del existir.
Resucitó para que nada nos impida amar de verdad.
Resucitó para que podamos valorar, debidamente, el empeñarnos en ayudar.
Resucitó para que nuestra existencia se colme de la alegría de sabernos amados.
Columnistas