Por Padre Martín
Ponce de León.
Como todos los años salgo al encuentro conmigo mismo que es una de las infalibles formas de encontrase con Dios y los demás.
Por más que al llegar deje en algún lugar mi manojo de llaves que no habré de usar, sé que no dejo a ninguno de esos rostros que hacen a la vida cotidiana.
Cada uno de ellos se revuelve en mi interior aflorando periódicamente para solicitar un recuerdo hecho oración haciéndome saber que nunca estoy solo.
Esos días de paz, tranquilidad y descanso se pasaron mucho más de prisa de lo esperado o supuesto.
Lo real es que, cuando quise acordar, estaba volviendo a colocar mis llaves en el cinturón con lo que ello implicaba.
El viaje lo hice volviendo despacio.
No tenía ningún apuro en dejar atrás esos días de encuentro con uno mismo y con Dios.
Venía haciendo cuentas de todo lo que había ganado y debo aprender a cuidar.
Venía haciendo cuentas de todo lo que se me presentaba para ser una mejor persona.
Venía haciendo un repaso de lo que me esperaba y me va a solicitar demuestre que lo vivido ha sido de utilidad.
No tenía apuro en un regreso que sé me va implica mucho esfuerzo de mi parte porque nunca es sencillo demostrarse que uno ha tenido la oportunidad de madurar un algo más.
Venía volviendo despacio para degustar un poco más un rato con uno mismo.
Sabía que de regreso me estaría esperando la puesta al día de todo lo sucedido y de lo que no había participado en estos días de ausencia.
Poco rato después de mi regreso me llegó la hora de la puesta a punto. Fueron casi dos horas de cuentos que debía escuchar con dedicación y atención.
Todo había sucedido dentro de la normalidad, gracias a Dios, pero me eran relatados con abundancia de detalles e información.
Me limité a escuchar y a realizar unas muy pocas preguntas ya que el informe no daba para mucho más por lo detallado pese a durar más de dos horas.
Al día siguiente volvería a la actividad cotidiana para poner, allí, lo mejor de mí y tratar a cada uno de ellos de la mejor manera posible.
Ya habían quedado atrás esos días de privilegio y volvía de lleno a la actividad.
Dios nos regala siempre mucho más de lo que merecemos y siempre nos regalará oportunidades para poner en práctica lo recibido.
Dios jamás nos regala algo que no habremos de tener oportunidad de hacer vida puesto que sus regalos dicen y hacen a nuestra vida.
Dios jamás nos regala algo para que lo escondamos en nuestro interior. Siempre sus obsequios dicen de servicio a los demás.
Él se toma su tiempo para solicitarnos llevemos a la práctica lo que nos ha regalado. En algún momento nos presentará la ocasión de demostrarnos que hemos asimilado su regalo.
Para ejercer la que Dios nos regala debemos asimilarlo, hacerlo nuestro y desde la naturalidad de lo nuestro brindarlo.
Siempre lo suyo implica un proceso. Desde el descubrirlo, asimilarlo y brindarlo siempre un poco mejor.
Dios nunca tiene apuro ni nos apura a practicar lo que nos ha regalado que es su forma de enseñarnos.
Dios nos conoce demasiado bien como para pretender de nosotros más allá de lo que está a nuestro alcance. Siempre nos tiene tolerancia y respeto.
Pero como confía en nuestras posibilidades siempre nos está regalando algo más para que seamos mejores personas y le seamos más útiles.
Tal vez por ello es que, luego de unos días muy especiales estaba volviendo despacio.
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