viernes 26 de abril, 2024
  • 8 am

Oasis

Padre Martín Ponce de León
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Padre Martín Ponce de León

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Por el Padre Martín Ponce De León
Hay que salir de la ruta principal y trasladarse por una secundaria.
Allí casi que no hay tránsito por más que a unos pocos metros los coches pasen aullando en su intento de devorar quilómetros.
En un cartel amarilla se encuentra una flecha en ángulo recto y es ella la que hace que uno ingrese a una calle interna provista de una empinada cuesta.
Es allí mismo que uno toma conciencia que ha dejado atrás el mundo para ingresar en un oasis.
Conversaba con una señora, que hizo un alto en su tarea de cortar pasto con una desmalezadora ante mi presencia, y me decía, hablando del lugar, “si uno viene a buscar turismo, aquí se muere de aburrimiento, pero si busca paz se queda con el corazón lleno”
En la necesidad de un tiempo de encuentro con uno mismo, rezar y descansar, había llegado hasta ese lugar.
Solamente una casa no hace mucho tiempo construida indicaba que había transcurrido tiempo desde la última vez que había estado en ese lugar. Todo el resto del pueblo, parecía, se había quedado detenido en el tiempo.
Tal vez porque el tiempo, al llegar allí, se extravía entre el silencio y la calma y extraviado se ha detenido como una forma de ubicarse para volver a andar.
Es muy difícil darse cuenta del crecimiento de los árboles que tejen un manto de protección, brisa y verde, en muchos lugares de un pueblo que convive con ellos.
La gratificante presencia de tantos árboles hace que se puedan escuchar muchos diversos cantos de aves por entre sus ramas o verles entre los espacios que las ramas permiten ver el azul del cielo pleno de nubes y calor.
En un determinado momento pude observar que los únicos ocupantes de la calle eran una pareja de cardenales que picoteaban y daban saltitos en el centro de la calle.
Los sonidos del pueblo, casi inexistentes, son plenamente identificables.
Todo se mueve con lentitud y silencio. Así lo hacen los escasos residentes que se pueden encontrar realizando compras, especialmente por las mañanas.
Con andar cansino se trasladan por las veredas hasta llegar a algunos de los pocos, muy pocos, comercios del lugar.
Cuando, por casualidad, se encuentran con algún otro vecino, se detienen a conversar sin ninguna prisa y casi en una constante media voz.
Parecería que el vértigo y el bullicio se han quedado detenidos en algún lugar lejos del pueblo o, tal vez, tengan el ingreso prohibido al mismo.
Los días pasan dejando que la paz se apodere de uno y, cuando quiere darse cuenta, los días establecidos se han consumido y se debe retornar a lo cotidiano.
Tal situación me recuerda una instancia narrada por los evangelios al hablar de la transfiguración de Jesús.
Pedro, que tenía miedo y no entendía mucho lo que estaba sucediendo pero estaba deslumbrado por la visión, manifiesta: “¡Qué bien estamos aquí. Hagamos tres tiendas!”
Pero Jesús, lejos de quedarse en la cumbre del cerro decide volver al encuentro con la gente.
Bien podría decir como Pedro. “¡Qué bien se está aquí! Tomémonos unos días más!” Pero ello no debe ser. Necesario se hace volver a la realidad.
La realidad que es la parroquia y se gente. La realidad que es la ciudad en la que estoy radicado desde hace un tiempo.
Jesús no nos quiere encerrados en nosotros mismos ni aislados de los demás y sus conflictos por más que ello resulte, por momentos, mucho más que gratificante. Nos quiere, siempre, retomando la intemperie y su gente.
Nuestra plenitud como personas se da en la medida que somos capaces de transformarnos en útiles para alguien más.
Nuestro encerrarnos en un oasis tiene sentido en la medida que ello es transitorio puesto que, luego, volvemos al encuentro con los demás.