viernes 29 de marzo, 2024
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Palomas y benteveos

César Suárez
Por

César Suárez

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Por el Dr. César Suárez
Iván Pavlov fue un médico e investigador ruso cuya fama se extiende hasta nuestros días.
Nació el siglo diecinueve, en 1849 y que obtuvo el premio Nobel de medicina en 1904 como consecuencia de sus experimentos de lo que se llamó estudio de los reflejos condicionados.
Este famoso médico investigador había observado que los perros aumentaban su secreción salival en presencia de la comida como una respuesta fisiológica normal, pero también sucedía lo mismo con la simple presencia del cuidador que le alcanzaba la comida.
En 1899 comenzó a realizar experimentos para medir el volumen de secreción salival encerró sus perros y evaluaba en qué momento aumentaba el volumen de saliva.
El experimento consistía en tocar una campana y medir la saliva secretada que dé inició no se modificaba, pero si se modificaba cuando le alcanzaba su alimento. Después de repetir insistentemente el mismo experimento, observaba que con sólo tocar la campaña ya comenzaba a aumentar la secreción salival.
A esto llamó reflejos condicionados. El cerebro de los perros asociaba el sonido de las campanas a la inmediata aparición de la comida, modificando las secreciones salivales, aunque esta después no apareciera.
Si bien esta comprobación, científicamente corroborada con mediciones precisas certifica plenamente la presunción de Pablov, no es difícil comprobar a diario, como cada uno de nosotros, asocia a través de la memoria, acontecimientos sucesivos, que habitualmente suceden uno tras otro y que nos preparan a reaccionar de una determinada manera, ya sea con agrado, con temor, con tristeza, con nostalgia, con tranquilidad, inquietud, con desazón, con esperanza o con indiferencia.
Después de un relámpago nos preparamos para el trueno después del chirrido de una extensa frenada, esperamos el choque, ante una curva cerrada tomada en un vehículo, inclinamos instintivamente el cuerpo para el lado contrario para compensar el impulso del movimiento, ante la campana que anuncia el recreo escolar, automáticamente se desatará un sentimiento irrefrenable de alegría de todos los alumnos.
De esta manera las imágenes y los sonidos se transforman en símbolos a los cuales le vamos asignando un significado y cada vez que estos aparecen desencadenarán, a través de nuestra memoria, diversas sensaciones que nos preparan para lo que vendrá.
Cada uno va aprendiendo como tiene que adaptarse a esas imágenes, a esos sonidos, a esas sensaciones de modo de poder actual con solvencia, anticipándose al próximo acontecimiento, en la medida que todo se repita más o menos de la misma manera. Cada uno se moverá en su medio en la medida que ha aprendido a conocerlo como “pez en el agua” y con torpeza en un medio desconocido.
Esa asociación de ideas a partir de determinados estímulos muchas veces perdura por siempre en el cerebro de una persona, asociado a su memoria, a pesar de que puedan trascurrir muchos decenios y terminan siendo la llave mágica que despierta un recuerdo o una sucesión de ellos, disparando en cada cerebro como una suerte de película antigua que se presenta tan nítida como si hubiese sido recién filmada.
Hay dos sonidos que inevitablemente traen a mi memoria ese tipo de recuerdo cada vez que los vuelvo a oír a pesar que ya hayan pasado más de cincuenta años, sonidos aportados por la propia naturaleza y que evocan casualmente, por un lado, la casa de mis abuelos maternos y por otro la casa de mis abuelos paternos.
En los tórrido veranos, solía escuchar a la hora de la siesta, sonidos emitidos por las palomas y cada vez que los vuelvo a escuchar, automáticamente se dispara en mi memoria la imagen de la sombra de una fila de frondosos y antiguos pinos, vecinos al conjunto de construcciones, los árboles de mandarinos cargados de frutas el pozo de brocal, un jardín precario lleno de diversas flores cultivado por mis tías, tejidos de alambres herrumbrados, espartillos, monte de eucaliptos y un arroyo semiseco en la mitad del campo.
No lejos de allí, a dos o tres leguas de distancias, vivían mis otros abuelos.
Aquí la llave automática de mis recuerdos la tienen los benteveos. Cada vez que oigo su canto, aparecen inevitablemente en mi memoria las mañanas de verano y el sol penetrando por una muy pequeña ventana del dormitorio de otra tía donde yo solía dormir, y afuera, unos enormes eucaliptos con su frondosa sombra, y por supuesto la entrañable presencia de todos mis abuelos que, cumpliendo con la ley de la vida, se fueron yendo cada uno a su turno, pero quedando amarrados a mi memoria en el sitio de mis mejores recuerdos.