Por el Padre Martín
Ponce de León
En diversas oportunidades he compartido lo que me significa el lugar que, según una periodista, “tiene su encanto”
Allí uno puede encontrarse, con increíble facilidad, a solas con uno mismo.
Allí uno puede encontrarse, sin darse cuenta, inmerso en un mundo que nada tiene que ver con el cotidiano.
La, únicamente aparente, ausencia de pobladores en el lugar y la ausencia casi total de ruidos, hace que uno, inmediatamente, se encuentre a solas con uno mismo.
El entorno, carente de viviendas y pleno de naturaleza, hace que todo sea una prolongada invitación a la soledad y la tranquilidad.
Allí no hay necesidad de llaves o de puertas cerradas ni la obligación de encender las alarmas de los autos.
Realidades como tranquilidad, confianza, paz y silencio se enseñorean por unas calles donde son más los animales que transitan por ellas que personas o vehículos.
Llegar a la población requiere dejar atrás una ruta donde los coches pasan constantes, con prisa y abundancia.
Tomar la calle que conduce requiere introducirse por una pequeña ruta donde el tránsito es casi ausente y no posee prisa alguna.
En este tiempo, donde la primavera comienza a asomarse en las ramas recién brotadas de los árboles uno puede encontrarse con diversas aves gastando su tiempo saboreando las hojas nuevas o alimentándose de los insectos que se nutren de las tiernas hojas que recién comienzan a desperezarse.
Algunas golondrinas realizaban esos giros tan propios de ellas y dotaban al cielo de notas oscuras que subían y bajaban en una particular sinfonía de vuelos, planeos, silencios y algunos agudos chillidos.
En ese ambiente bucólico todo invitaba a encontrarse con Cristo y poder charlar con Él.
Charlar de los seres queridos, mis hermanos y mis amigos.
Charlar de los destinatarios de la actividad actual. Los que deben recibir, en la cotidianidad de la tarea, lo mejor de uno mismo.
Charlar de esta Iglesia en la que creo pero, también lo sé, necesita grandes cambios.
Charlar de mis sueños, mis ilusiones y mis utopías.
Sí, tenía mucho para conversar con Él aunque, estoy seguro, ya sabía de todo porque, sobradamente, me conoce.
A lo largo de los días, en varias oportunidades, he conversado con Él de esos muchos rostros que hacen a mis días por ello es que ahora podía hablar con tranquilidad y sin prisas.
Pero, en ese lugar, donde hay extras de paz, el conversar se hace más prolongado y con mucha disponibilidad para escucharle.
Para mejor, durante muchas noches tuvimos la oportunidad de una luna inmensa, brillante y fascinantemente disfrutable que hacía que las horas de conversación se prolongase mucho tiempo más.
Ese tiempo extra tiene un plazo determinado. Ahora ya todo hace saber que ha quedado en el ayer y hoy se ha vuelto a la cotidianidad.
Vuelta a las llaves y las puertas cerradas.
Vuelta a los deberes y obligaciones.
Vuelta que comienza con la explicación ante el reiterado “¿Estaba enfermo que no se le veía?”
Vuelta donde debo poner en acto todo lo asumido en estos días.
Vuelta donde es necesario reafirmar el compromiso con Él.
Vuelta para poner en práctica la necesidad de entregar la vida jugándose por Él y sus valores.
Vuelta para renovar la tarea de salir a la intemperie.
Vuelta para mostrarme que este tiempo extra de paz no fue un derroche sino una magnífica oportunidad para crecer en Él y para Él.
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