Por el Padre Martín Ponce de León
Un grupo de personas se acercó a compartir una eucaristía.
Días antes una de esas personas llegó para averiguar cuál era “el trámite” que debía seguirse para encargar una misa por un difunto.
Conversamos un momento y me manifestó: “Nosotros de esto no entendemos nada”
Fueron llegando en diversos grupitos.
La mayoría nos quedamos en la puerta del templo hasta llegada la hora del comienzo.
Ellos también se quedaron en un grupo aparte.
Cuando entramos ellos también entraron.
Se ubicaron todos juntos casi a la mitad del templo.
Entre ellos habían dos niños más desacomodados que el resto del grupo.
Antes de comenzar les invité a acercarse al resto.
Inmediatamente se pusieron en pie y se acercaron a acompañar desde junto a la mesa.
Uno de los chicos tomó uno de los libros de canto y comenzó a hojearlo con vehemencia.
Una de las jóvenes que integraba el grupo se inclinó sobre el chico y quitándole el libro le hizo una seña de que debía guardar silencio.
Casi a la mitad de la eucaristía, yo supongo el niño más que aburrido, el chico dijo algo a media voz a la señora que se encontraba a su lado.
La joven volvió a mirar al niño y a hacerle un gesto de silencio.
Al momento de la comunión expliqué lo que íbamos a hacer y la joven hizo un gesto como manifestando su total ignorancia sobre lo que íbamos a realizar.
Ninguno de ellos participó de la comunión.
Para muchos de ellos, sin duda que aquella era una de las primeras veces que participaban de algo así.
Para la mayoría de ellos aquello era una celebración que no repetirían en mucho tiempo más.
Cuando todo concluyó me quedé pensando en aquella joven.
Mentalmente la comparaba con muchas personas que asisten con frecuencia.
Muchas veces he manifestado el hecho de que nos hemos acostumbrado a convivir con el misterio.
Quizás esta gente no entendía mucho del misterio de la eucaristía.
Quizás esa joven no supiese mucho de lo que se celebraba.
Pero no dudó un instante en imponer silencio a aquel niño que les acompañaba.
La señora que estaba junto al niño nunca hizo ningún movimiento para callarle pero ella no vaciló en hacerlo.
En oportunidades, quienes generalmente asisten, no se ocupan mucho de hacer callar a los niños que les acompañan.
En una ocasión asistí a una eucaristía donde el niño de uno de los presentes se dedicó a patear el confesionario allí existente.
Lo hizo durante gran parte de la celebración.
Al concluir, el padre, a quien conozco, me manifestó sonriente que su hijo había encontrado un entretenimiento bastante molesto. Yo le manifesté que pensé que aquel niño era huérfano puesto no tenía un mayor que le hubiese callado.
Claro, él es de eucaristía casi diaria.
Estaba en una celebración cuando llegado el momento de la consagración del pan una señora le pregunta a la que se encuentra a su lado: “¿Qué harina utilizan para las hostias?” “Nosotros usamos harina 0000”
Claro, ellas son de eucaristía diaria.
Uno se acostumbra a lo que es la eucaristía.
Al ser una realidad tan cotidiana se puede correr el riesgo de acostumbrarse a convivir con el misterio.
La eucaristía es, en su conjunto, una gran iniciativa de Dios.
Jamás, por más misas a las que hayamos ido, deberíamos acostumbrarnos a ese gran misterio del que somos parte.
Siempre deberíamos participar con los ojos nuevos y colmados de asombro ante la acción de Dios que nos debería sobrecoger e impactar.