Por el Padre Martín Ponce De León
Una de las realidades impactantes, de Jesús, son, sin lugar a dudas, sus manos. Son manos grandes porque manos curtidas de trabajador. Son manos tiernas porque acercan la ternura solidaria de Dios.
Los relatos evangélicos nos dicen que Jesús era un “artesano de la madera” y, por lo tanto, un trabajador manual. Sus manos estaban acostumbradas al trabajo y, por lo tanto, curtidas ante la prolongada realización de tareas.
Son manos grandes y ásperas producto de muchos años dedicados a tareas diversas y exigentes. No eran manos que se guardaban o se conservaban tersas y cuidadas.
Necesariamente debían ser manos grandes porque, ya en su vida pública, debían acercar toda la ternura de Dios y ello implicaba abundancia y generosidad.
Manos que no encontraban dificultad para tocar y liberar. Manos que se volvían un canto a la cercanía de Dios que ayuda y comprende.
Las manos de Jesús eran provocadoras de sonrisas puesto que, aquel al que tocaba, se sabía pleno de dicha porque sanado y, por lo tanto, integrado a la vida y la dignidad personal.
Esas manos que bendijeron, sanaron e hicieron felices a otros, concluyen la vida pública fijadas a un madero para permanecer, definitivamente, abiertas para continuar brindándose.
La iconografía nos presenta, a las manos, atravesadas por los clavos que lo fijan al madero de la cruz. La realidad nos dice que los clavos eran colocados en la muñeca del crucificado puesto que, allí, la posibilidad de desgarros, eran nulas. Sus manos permanecen abiertas para continuar brindando amor.
Toda la vida pública de Jesús es una entrega del amor de Dios a manos llenas. No se guarda nada y nos muestran lo esencial del estilo de vida que nos propone.
Es por eso que, en nuestra vida de cristianos, las manos, nuestras manos, son tan importantes. Son las que testimonian nuestra cercanía con los demás, nuestra capacidad de entrega solidaria y manifiestan nuestra capacidad de amar.
Con nuestras manos es que esbozamos nuestra respuesta a preguntas trascendentes como: “¿Quién soy?” “¿Quién es Jesús para mí?” “¿En qué hago consistir mi ser cristiano?” “¿Cuánto amo, de verdad?”
Nuestras manos hablan por nosotros y dicen lo esencial de nuestra realidad particular.Es, allí, donde encontramos, también, respuesta a nuestro compromiso existencial. “¿Qué lugar ocupan los demás en mi vida?”. “¿Qué Dios amo y qué Jesús intento vivir? “¿Cuál es mi gran sueño?” “¿Qué deseo para mi vida?”
Con verdadero asombro podremos descubrir que nuestras manos poseen una increíble capacidad. Pueden obsequiar una ternura y una violencia, un gesto de cercanía y de insensibilidad, el más profundo compromiso y la mayor indiferencia. En nuestras manos podemos guardar gestos de amor que brindamos o gestos de egoísmo que ponemos de manifiesto.
Nuestra tarea de cristianos consiste en intentar que, entre las manos de Jesús y las nuestras exista la menos diferencia posible. Para que ello sea realidad debemos, a nuestras manos despojarlas de todas esas protecciones con las que solemos cuidarlas y permitir el encuentro, piel a piel, con otras manos que nos ayudan a darnos porque nos muestran que es posible y vale la pena.
Pongamos nuestras manos junto a las de Jesús y no tengamos miedo de dejar pasar por las nuestras todo el amor que Él tiene para brindar. Experimentaremos lo que es ser plenos como personas, realizados como cristianos y con una vida desbordante de sentido.
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