jueves 13 de febrero, 2025
  • 8 am

El Maestro

Padre Martín Ponce de León
Por

Padre Martín Ponce de León

466 opiniones
Sol

Por el Padre Martín Ponce de León
Durante la eucaristía, llamaba mi atención aquellas cuatro personas que se encontraban ocupando el primer banco de una de las filas del templo. Con respeto, unción y solemnidad participaban de la celebración.
Eran rostros que no conocía (eso suponía yo) y acompañaban a aquel hombre cargado de años que, desde su delgadez, compartían todos los momentos.
Al concluir la celebración se acercan a la sacristía donde me disponía a despojarme de los ornamentos para retirarme. Había cumplido con lo solicitado y podía, ya, retornar al lugar donde resido. Ocupan gran parte del espacio de aquel lugar. El más joven del grupo, con barba entre cana, esboza una sonrisa y mira en silencio. El hombre mayor, con ojos grandes y mirada penetrante, avanza silenciosamente. Algo me dice no era un desconocido como había supuesto anteriormente, pero… “¿Quién era?”
Repentinamente alguna ficha cayó en mi interior y me permitió encontrar rasgos familiares como para reconocerle: “¡Maestro!” exclamé.
Nos fundimos en un prolongado abrazo. Su voz no había cambiado pese a sus años. Un manojo de recuerdos se agolpó en mi interior mientras el abrazo se prolongaba.
Durante muchos años había sido uno de “los maestros” en el Colegio del Carmen. Cuando ingresé al colegio ya no estaba don Aniceto que, durante muchos de sus primeros años de existencia de ese lugar, había sido “el maestro”. En mi tiempo, había cuatro o cinco que ocupaban esa responsabilidad. Él era uno de ellos. Claro, estoy haciendo mención de casi setenta años atrás. Ahora volvía a encontrarme con él.
También, por mucho tiempo, compartimos los micrófonos de “Antena del Carmen”. Un programa diario que los salesianos tenían en Radio Cultural. Recuerdo participé del mismo desde cuarto de escuela a cuarto de liceo. Fueron muchos radio- teatro del que participamos casi sin necesidad de ensayos puesto que, entre todos, nos conocíamos más que suficientemente. También compartimos algunas obras de teatro y, recuerdo, teníamos algo de temor con él puesto que era muy propenso a improvisar textos y, ello, nos descolocaba ya que nos apartaba de lo establecido.
Cuando le manifesté lo de los radio- teatros a sus acompañantes, él exclamó:”¡Los nietos preguntones!” y otros trozos de recuerdos se agolparon en mi interior.
Al despedirnos con otro prolongado abrazo, le manifesté la alegría de aquel encuentro y ello lo decía desde lo más profundo del corazón. Su persona me había introducido en años lejanos de mi infancia.
Mientras me retiraba, después de un descuido de mi parte, no podía quitar de mi mente aquel re- encuentro luego de tantos años.
Nuestra vida está colmada de rostros que, de una forma u otra, dejaron sus huellas en nosotros y es imposible pretender desconocerlos o intentar negar su existencia.
En oportunidades olvidamos o desconocemos la historia que nos rodea o hace a la institución donde nos encontramos. Nosotros y las instituciones no somos producto del hoy. Todos y todo tiene una historia que convive con el hoy y debe resultar imposible dejar de reconocer.
Resulta imposible vivir al margen de nuestra historia puesto que ella es parte de las instituciones o de nosotros mismos.
Necesitamos ser agradecidos y reconocer la historia puesto que ella hace que algo sea lo que es o que nosotros seamos quienes somos.
Por ello están muy buenos esos encuentros que nos zambullen en nuestra historia ya que, a más de los recuerdos, nuestro corazón se llena de gratitud.