Las manos de María
Por el Padre Martín Ponce De León
Hace un tiempo me obsequiaron una imagen de María que, ahora, coloqué en una de las paredes del cuarto donde me toca estar. Sinceramente no sé a que advocación corresponde dicha imagen, pero ello no me importa puesto que lo que importa es que es una imagen que recuerda a María.
Todas noches, antes de apagar la luz que indica he concluido la jornada, me detengo en una peculiaridad que, para mí, posee dicha imagen. Las manos de María están libres y extendidas hacia quien se ubique delante de ella. Sus manos no están en una posición orante ni sosteniendo a su hijo o un cetro. Desprovistas de todo se encuentran, siempre, extendidas.
Son unas manos grandes que invitan a dejarse abrazar y, así, cobijarse en ella.
Las manos de María, como las de cualquier mujer de su tiempo, no eran manos tersas y delicadas puesto que realizaban todas las tareas del hogar a lo largo de toda la jornada.
Eran manos curtidas puesto que plenas de trabajo. Buscar agua en la fuente, conseguir leña para la cocina, limpieza, lavado, cocinar, tejidos y uso de la rueca. Eran parte de sus tareas cotidianas.
Eran manos constructoras de familia y, por lo tanto, manos dadoras de ternuras. Era parte de su responsabilidad de mujer.
Yo imagino son esas manos las que, diariamente, ella extiende hacia mí para que descanse en ellas y suponer que ellas me reciben al final de cada jornada ha de ser de lo más bonito que nos puede suceder.
Sin lugar a dudas que su mejor actitud orante no es quedarse con las manos junto a su pecho sino encontrarse con las manos extendidas y disponibles para quien desee llegarse hasta ella. Esa es la razón de su vida y su mejor servicio a la humanidad.
Puede uno concluir la jornada con el corazón desbordante de gozo por alguna situación vivida y, allí están sus manos extendidas para prolongar indefinidamente esa situación. Puede uno llegar, al final del día, con la mente girando ante el encuentro de situaciones cargadas de pobreza o miseria y, allí están sus manos extendidas, para ayudar a descubrir a su hijo en todas y cada una de esas situaciones.
Puede uno llegar, al final del día, descolocado por algún encuentro que resulta imposible de comprender y, allí está ella con sus manos extendidas para darnos tranquilidad y no permitir que tal cosa nos altere.
Siempre posee una caricia para brindar, una caricia para reconfortar o una caricia para alentar a no bajar los brazos. Lo suyo siempre ayuda a que uno pueda reconocer errores y que se arme de coraje para volver a intentar no cometer errores similares en la jornada de mañana. Nunca un reproche ni un retraer sus manos.
Yo supongo que, con mis comportamientos, en más de una oportunidad debo de haberle defraudado o incomodado, pero nunca lo demuestras, sino que continúas con tus manos extendidas hacia mí.
Por ello, tus manos grandes y curtidas se vuelven inmensas y tiernas cada noche en las que puedo, confiadamente, refugiarme en ellas. En oportunidades experimento abuso de su bondad y en oportunidades experimente el fin de la jornada se hace extenso para poder llegar hasta ella y sentir la ternura de sus manos.
María, nunca dejes de tener tus manos grandes libres y brindando la posibilidad de acurrucarme entre ellas para que sus caricias colmen de dicha mí ser.