Por el Padre Martín Ponce De León
Por diversas razones me ha tocado vivir, con reiterada frecuencia, una experiencia a la que no estaba acostumbrado: la Sala de Espera.
Allí uno se puede encontrar con un tibio reflejo de la condición humana puesto que, como las esperas son, más o menos, prolongadas.Nunca faltan aquellas personas que se encuentran, después de un tiempo, con algún conocido. Es la oportunidad de ponerse al día ante la situación de ambos y de algún otro familiar. Generalmente, afloran, en la puesta al día, temas de salud que integrantes de la familia están viviendo. Parecería que en cada familia debe haber algún integrante con problemas de salud y ello hace que la conversación se prolongue.
También están aquellos que fueron conocidos del barrio y diversas circunstancias los han distanciado. Es una buena oportunidad para pasar revista al barrio y recordar diversas personas y algunas anécdotas. No faltan la información sobre algunos fallecimientos o esos relatos que despiertan sonrisas. Sonrisas de los que conversan y, en oportunidades, de los que no pueden evitar escuchar.
No faltan los que intentan mitigar la espera encerrados en su celular. Allí repasan diversas cosas o escuchan, silenciosamente, música. Lógico es que, siempre están, aquellos que reciben una llamada y, sin moverse de su lugar, contestan y conversan o manifiestan donde se encuentran. También están aquellos que aprovechan el tiempo haciendo solitarios, que es, también, una forma de entretener el tiempo.
Algunos se limitan a ocupar el tiempo manteniendo fija la mirada en la puerta esperando que, desde dentro, sea pronunciado su apellido. Generalmente están serios y con cara de una prisa que se va desmoralizando a medida son llamados otros apellidos y no el suyo. Es tal el desánimo que se va dibujando en su rostro que uno se contagia y desea el próximo apellido pronunciado sea el de esa persona.
Es obvio que no puede faltar la madre con su hijo que, ya totalmente aburrido, comienza a gritar porque no le permiten corretear por la sala o gritando de alegría puesto que puede corretear por todos lados. La madre que, durante un tiempo, le ha pedido a su hijo que se porte bien y no grite, se ha desanimado de lograr lo contrario y mira, totalmente vencida, hacia cualquier otro lado como si desconociese a aquel niño.
Mientras tanto en alguna pared de la sala se luce un cartel que dice: “Silencio. Por favor”. Yo supongo que el cartel, si pudiese, lanzaría un grito solicitando ese silencio que, parece, muchos ni se han enterado de su solicitud.
Allí están las familias distanciadas, los vecinos que han debido abandonar la vecindad, la gran mayoría que se refugia en sus celulares o se comunican con los distantes, los que no se resignan a gastar su tiempo esperando y algún niño que, ausente a todo, hace su realidad independiente de lo que le rodea.
Son trozos del hoy y, llaman la atención puesto que están todos juntos mientras se debe esperar. Es un grupo humano que está en un constante movimiento ya que mientras unos se retiran porque han sido atendidos, otros llegan para comenzar su espera.
Mientras esto sucede, no faltan los diversos funcionarios que van o que vienen y no olvidan su saludo generalizado que algunos responden mientras otros ignoran puesto que están encerrados en sus celulares.
Debo dejar de escribir puesto que un señor me ha dirigido la palabra y no supe escucharle por estar metido en mi escritura. Me comenta sobre el hecho de estar escribiendo. Algo le contesto mientras veo que la musa que ha inspirado este divague toma altura y se aleja dejándome con este artículo sin final.
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