Por el Padre Martín Ponce De León
En más de una oportunidad había sentido hablar de Él. Opiniones contradictorias, como las que, siempre, despierta una persona. Es casi un imposible, el suscitar opiniones unánimes, el actuar de una persona.
La cercanía de un viaje me motivó una excusa casi perfecta.
Sabía casi de memoria el camino a su casa. Allí, también, se encontraba su taller.
Algo me hacía saber que se daría cuenta de mi patraña. Antes de emprender el viaje, me lo había impuesto, me sacaría las ganas de hablar con Él.
Me miró, esbozó una sonrisa que, me pareció, tremendamente cálida y me hizo un gesto de saludo.
Si no fuese que era un imposible hubiese dicho que aquel joven hombre me estaba esperando.
Una nueva duda se apoderó de mí. ¿Debía recurrir al tramado ardid o explicar la verdadera razón de mi presencia?
¿Cómo decirle que mi interés radicaba en la necesidad de escucharle?
Su rostro se encontraba perlado de transpiración y algunas virutas reposaban sobre su barba.
La chispa del brillo de sus ojos revelaba una juventud mayor que lo que podía deducirse de la lectura de su rostro enjuto. Con el reverso de la palma de su mano se secó el sudor de su frente y saludó conforme las costumbres rituales.
Si era para que los eventuales clientes se sintiesen cómodos, lo lograba con un cumplir a la perfección las normas de la hospitalidad pero, fundamentalmente, con una cálida sonrisa que no estaba prescrita por las normas.
Le expliqué la excusa de mi presencia. Le expliqué que habría de emprender un viaje (lo que era verdad), le dije que había sentido hablar de Él (lo cual era verdad) y le manifesté que pretendía me hiciese más cómodo el bastón para que durante el viaje no me fuese tan pesado.
Se tomó todo el tiempo. Me miró largamente y pausada pero firmemente me respondió.
“Por dos razones no puedo atender su pedido. En primer lugar porque no estoy recibiendo trabajos sino que estoy concluyendo los que se me han encargado. Es que ha llegado la hora en la que, yo también, habré de emprender un viaje. Habré de dejar la carpintería y deberé cumplir con la misión para la que he sido enviado. Por ello no puedo tomar su trabajo.
La segunda razón es que, al menos yo, nunca le haría ese trabajo. Prefiero garantizarle la seguridad y no brindarle una simple comodidad. Un buen caminante sabe que su bastón es mucho más que un adorno, es una pierna más con la que realizar el camino. Es esa pierna que soportará el peso del cuerpo.
Ayudará a trepar las escarpadas cuestas o apartará las espinas que se pueden encontrar en el trayecto.
Puede ser, también, una importante arma para ahuyentar a posibles fieras o para mantener a distancia a los salteadores.
Por ello es que es mucho más importante lo seguro que lo cómodo.
No dejo de reconocer que lo cómodo puede resultar más vistoso y no impondrá sus marcas en las manos.
El bastón cómodo es aquel que se acomoda a la mano que le lleva, en cambio el seguro es aquel que le exige a la mano que se adapte a él sacándole callos.
El que prefiere la comodidad jamás es un buen caminante.
Es el que anda para lucir sus galas y, por ello, solamente anda donde puede ser visto.
El que elige la seguridad se lanza a la aventura de buscar nuevos rumbos y jamás se siente solo porque deposita mucha de su confianza en ese bastón en el que se descansa. Por ello, usted disculpe, debo decirle que ha venido hasta el lugar equivocado”.
Una vez terminadas sus palabras apuró una despedida y retornó a su tarea.
Ya nada más había para decir.
Había expresado su pensamiento y no daba espacio para una posible discusión.
Mientras me retiraba, bien que lo sabía, no había llegado al lugar equivocado.
Aquel joven hombre era mucho más que el hijo del carpintero.
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