sábado 23 de noviembre, 2024
  • 8 am

El rostro de Jesús

Padre Martín Ponce de León
Por

Padre Martín Ponce de León

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Sol

Por el Padre Martín Ponce De León
Conversaba con una señora sobre Jesús.
Ella había puesto el tema en la conversación y manifestaba su “descubrimiento” sobre Él.
Me hablaba de su mansedumbre, de su dulzura, de su cercanía con la gente, de su sencillez y de la capacidad de encontrar palabras llenas de esperanza para los que le escuchaban.
Todo podía ser puesto que ella así lo sentía.
Pero, llegado un momento, me dijo: “Y todo con esos ojos celestes tan tiernos”
“¿De dónde saca que Jesús tenía ojos celestes?” pregunté yo con asombro.
“Yo lo vi en una película” me respondió muy seria y convencida.
Ella hablaba de una película y de un actor y yo trataba de hablar del de los relatos evangélicos. Me desalenté y propuse un cambio de tema.
Quizás alguna vez nos hemos preguntado “¿Cómo sería el rostro de Jesús?”
Sin lugar a dudas no habremos sido los únicos que se han formulado tal pregunta puesto que la ciencia ha buscado llegar, por diversos medios, a la originalidad de su rostro.
Personalmente no me interesa saber de ese rostro histórico sino que me mueve y motiva, mucho más, el saber descubrir el rostro actual de Jesús en mi vida.
No tendría un rostro concreto y particular sino que tiene la suma de varios rostros que hacen y dicen de mí realidad.
El rostro de Jesús es un algo pleno de situaciones y realidades bien concretas.
Su rostro curtido de intemperie no responde a los esquemas de los actores de cine sino, más bien, a la de la gente común y corriente.
En la amplitud de su frente hay lugar para descubrir claridad de ideas pero, también, alguna profunda arruga producto de buscar, siempre, la dignidad de los demás.
Ojos sinceros que no temen mirar de frente puesto que la mirada es, generalmente, el primer eslabón que establece cercanía.
Por ello los suyos deberían ser ojos brillantes y colmados de vida puesto que siempre llegando un algo más a los demás.
Aunque, hace unos días, pude verle golpeando la puerta de la casa, con los ojos enrojecidos por alguna razón que solamente él sabría.
Cansado de transitar caminos, su nariz parecería más aguileña de lo que en realidad es.
No sería, la suya, una nariz respingada o marcadamente abundante.
Lo que sí, sería abundante, sería su sonrisa.
Siempre presente en su rostro para hacer que el mismo se volviese brillante y llamativo.
Imposible ser indiferente ante esa sonrisa cálida y luminosa que, en oportunidades, estalla en una risa colmada de cascabeles.
Jesús no era, según lo entiendo, una persona triste o muy seria. Era un personaje lleno de vitalidad y, por ello, pleno de alegría.
Todo esto si me quisiese quedar en lo que supongo sería su rostro pero debo saber verle en ese rostro que adquiere cuando desea irrumpir en mi vida.
Es el rostro de algún “pide pan”, está en el rostro de mis amigos, está en el rostro de mis colegas, en el rostro de las personas con las que me cruzo a diario y, aunque no lo entienda mucho, también en el mío.
Sucede que todos somos el rostro viviente de Jesús.
Puede llamar la atención tal afirmación pero es una verdad que debemos saber descubrir.
Es una realidad que, aunque nos cueste comprender y aceptar, responde a la presencia viva de Jesús entre nosotros.
No solamente debemos saber ver el rostro de Jesús en los demás sino que debemos saber mirar con sus ojos.
No solamente debemos saber escuchar lo que nos dice desde los demás sino que debemos saber decir como Él lo haría.
Ojalá nuestro rostro pueda ser tan cristiano que otros pudiesen ver, en nosotros, el prolongado rostro de Jesús.