Por el Padre Martín Ponce De León
No siempre resulta fácil aceptar las enfermedades propias.
A una determinada altura de la vida, lo debemos aceptar, las mismas aparecen y se instalan en cada uno y requieren le prestemos una debida atención.
Siempre resulta muy sencillo hablar de esas enfermedades que uno trata con su Doc.
Son esas enfermedades que nos hacen saber tenemos un cuerpo frágil y ello requiere de remedios que nos ayuden a convivir con ellas.
Por más que uno trate de no vivir condicionado por ellas sabe que cuenta con el regalo de Dios en la persona de «la Doc.» Que no nos permite descuidar a las mismas.
Pero existen otras enfermedades que no se tratan con remedios y hacen que uno se ubique al margen de la fraternidad o lastime su vivencia.
Tal vez que para un adecuado diagnóstico de esas enfermedades interiores debería comenzarse con una consulta con quienes viven (por no decir «sufren» las consecuencias de las mismas)
Cuando uno se mira para descubrir esas enfermedades siempre o casi siempre puede encontrar motivos que lo lleven a preguntarse si son, realmente, enfermedades. Mucho más cuando uno busca ser fiel a un Jesús que se presta a las muy diversas interpretaciones.
Reconozco que una de mis enfermedades es que no soy afecto a lo convencional.
Me molesta cuando todo se limita al cumplimiento de cosas establecidas porque ello «es lo que hay que hacer»
Me molesta cuando asfixiamos la creatividad por mantener y conservar disposiciones que bien pueden alterarse en pos de las iniciativas personales.
Me molesta cuando nos limitamos a cumplir la letra de un rol y nos olvidamos de buscar manifestaciones nuevas que digan de nuestra realidad.
Me molesta cuando el horario y su cumplimiento es quien guía nuestras relaciones y no nuestra fraternidad.
Me molesta cuando muchas cosas se nos presentan y asumen como una obligación y no como una necesidad.
Me molesta cuando nuestras oraciones se hacen porque es lo que se debe hacer sin importar si nos ayudan a crecer en una vivencia interior.
Me molesta cuando, para algunas instancias, apelamos a un ritual y dejamos de lado nuestra vivencia ante tal situación.
Es evidente que lo convencional nos simplifica mucho las cosas puesto que todo se limita a cumplir y a limitarnos a ello.
Tal cosa no hace otra cosa que hacer que dejemos de lado nuestra vivencia interior u pongamos distancia con la otra parte. Lo convencional nos protege del deber involucrarnos con la situación que debemos enfrentar.
Lo convencional nos asegura el no equivocarnos o decir algo inadecuado producto de nuestra iniciativa.
Recuerdo un sepelio donde iba a cumplir con una tarea puesto no conocía a nadie pero había leído que el difunto tenía esposa y una hija. Al irnos retirando del lugar donde se había realizado la oración una señora golpea la espalda de una joven y le dice «Viste lo que es ser bastarda. Ni el cura te nombró» Si me hubiese limitado a lo convencional no la habría omitido puesto que lo convencional no roza su situación familiar.
Lo convencional es lo más sencillo puesto que todo se limita a cumplir sin que lo que debamos realizar nos involucre.
Considero está bien no aferrarse a lo convencional pero ello no puede tener como consecuencia el que nos molestemos ante quienes lo hacen.
Cuando diagnostico mi enfermedad no puedo pensar que ella es, como lo enuncié, no soy afecto a lo convencional sino que debo decir que mi enfermedad es que me moleste con quienes lo son.
¿Tratamiento? No lo voy a consultar con «la Doc.» Debo ponerme en campaña para aprender a respetar a quienes lo son y así viven.
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