Por el Padre Martín
Ponce de León
Después de mucho tiempo, más de treinta años, asumí una realidad.
Me costó aceptarlo puesto que siempre es posible encontrar argumentos débiles ante la insistencia que me hacía ver que lo estaba necesitando.
Poco a poco sentía que mis argumentos en contra se volvían más y más débiles y las ganas de aceptar se hacían más y más fuertes.
Así fue como me encuentro en este oasis de tranquilidad y paz.
A unos pocos kilómetros de la ciudad. A pocos pasos de la ruta (el zumbido de los coches al pasar es el único ruido que se puede escuchar)
Entre árboles (paraísos, palmeras, moras, ceibos y casuarinas), algunas manchas de césped verde y otras de gramilla amarilla por la seca me encuentro con aquella antigua construcción.
Hacía más de treinta años que no llegaba hasta allí pero al entrar los rostros de aquellos jóvenes me asaltan y me envuelven para que recuerde un muy grato momento allí vivido. Estaban todos aquellos rostros que tanto han significado para mí.
Hoy la vida nos ha llevado por caminos muy diversos pero ahora estaba cada uno de ellos, haciéndose presente en aquel salón amplio donde habíamos compartido largas, muy largas, charlas con búsquedas muy intensas.
Luego de ese primer momento donde los recuerdos me invadieron con increíble fuerza me hundí en la profundidad de aquel oasis de tranquilidad y paz.
No había horarios que cumplir ni llamados que atender puesto era para el uso personal y el sereno disfrute.
Nada impedía pudiese perderme en horas de lectura.
Nada impedía pudiese dormir haciéndolo el tiempo que el cuerpo me lo reclamase. Podía despertarme a las siete o a las nueve y nada resultaba distinto.
Hubo momentos en que mi mente intentó pensar en lo que había dejado pero me convencí que, hacer tal cosa, no valía la pena hacerlo puesto que nada podía revertir a tal distancia.
Cuando la mente me invitaba a volver a pensar en lo dejado mi ser me invitaba a cambiar los pensamientos y, así, permanecer en serenidad.
Vivía el presente y el mismo era todo tranquilidad y paz.
Uno de los momentos fuertes del día era la eucaristía. Sin horario para comenzar, sin tiempo para cumplir y sin estructuras que condicionasen.
Éramos, únicamente, nosotros y todas esas personas que siempre están en nuestra mente. Esa gente que siempre está presente en nuestras eucaristías puesto que son parte importante de nuestra vida. Esa gente que jamás se va de nuestras oraciones y de nuestra gratitud.
Ellos sí podían ocupar un lugar pues siempre están y no podían dejar de estar. Sabía no estaba solo pese a que la soledad ocupaba casi todos los momentos del día.
Sin duda que me siento un privilegiado de poder disfrutar de este espacio y de tanta, tantísima, tranquilidad.
Sin duda que me siento un privilegiado de haber tenido este “parate” que pensaba no necesitaba y descubría lo mucho que podía disfrutarlo.
¿Calor? ¿Silencio? Nada de ello puedo tener en cuenta puesto que nada de ello puede impedirme el disfrute de estas jornadas donde, parecería, todos nos hemos propuesto aprovechar de la mejor manera posible.
Parecería nada aparece para destruir esa tranquilidad y paz que se vive en estos momentos y en este lugar.
Como que hemos dejado, guardadas en alguna mochila, nuestras diferencias para saborear a grandes tragos de la tranquilidad que se nos ofrece.
Guardado en algún bolso se ha quedado lo que nos distancia para ayudarnos a estar disfrutando a pleno esta realidad.
Con el corazón distendido por la paz y la tranquilidad sólo se me ocurre un inmenso gracias a todos aquellos que lo hicieron posible.
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