Por el Padre Martín
Ponce de León
“Jesús muere para que Dios perdone nuestros pecados”
Esta es una afirmación que hemos escuchado y asumido reiteradamente. Tanto que es una convicción que ha pasado a ser parte de nuestra relación con Dios.
En muchas oportunidades uno se pregunta sobre el contenido de esa frase intentándola mirar desprovista de todo contexto.
Sin lugar a dudas que la frase responde a una realidad que no coincide con la propuesta “del Dios de Jesús”
¿Dios necesitaba solicitarle tanto sacrificio a su hijo para llegar a perdonar nuestros pecados?
¿Un Dios que es amor necesitaba de tal sacrificio de su hijo?
En oportunidades se nos ha dicho que con nuestros pecados ofendemos a Dios y Él estaba alejado, por nuestras ofensas, de los hombres.
Sin duda que ello responde a una concepción de Dios alejada de la novedad “del Dios de Jesús”
Jesús nos habla de que Dios es un Padre bueno.
Al hacernos saber que es un Padre que, como tal, nunca se aleja de nosotros ni deja de amarnos.
Somos nosotros quienes nos alejamos de Dios. Somos nosotros quienes dejamos de amarle.
Nos formaron haciéndonos creer que nuestro pecado ofendía a Dios. Como si Dios fuese tan poca cosa como para que lo ofendamos con nuestros comportamientos.
Lejos de ofender a Dios nos ofendemos a nosotros mismos optando por realidades que empobrecen nuestra condición de personas y, por lo tanto, de hijos de Dios.
No somos tan importantes como para ofender a Dios. Nuestros pecados jamás hacen que Dios se aleje de nosotros sino que somos nosotros los que nos alejamos de Él.
Dios siempre perdonó nuestras equivocaciones y lo que necesitaba no era perdonarnos sino hacernos saber que estaba junto a nosotros. Por ello es que envía a su Hijo.
Para que nos convenzamos que Dios es un Padre que jamás deja de amarnos.
Un Padre cuyo corazón desborda misericordia.
Un Padre que, pese a nuestras equivocaciones, siempre ha estado esperando volviésemos a Él.
Sin lugar a dudas debemos dejar de lado muchas enseñanzas recibidas para acercarnos a “Dios de Jesús” que fue dejado de lado por una mentalidad influida por un contexto histórico.
Acercarnos al “Dios de Jesús” es adentrarnos en un contexto donde no hay otra cosa que una inmensa realidad de amor.
Amor que espera ser correspondido desde nuestra libertad y no “amor” que despierta vergüenza o remordimiento.
Por esto es que todo lo que hemos aprendido ha sido una enseñanza que no podemos conservar inalterable ya que ha sido un acercamiento primario a Dios.
Dios nos inspiraba miedo puesto que con ello es más sencillo hacernos establecer una relación de docilidad y sumisión.
Cuando, para con Dios, establecemos una relación de amor realizamos una relación de libertad y, por ello, de madurez responsable.
Libertad y madurez responsable que es lo que cualquier padre quiere con sus hijos a los que ama.
Una relación de amor desde la libertad y la responsabilidad para con Dios es mucho más exigente y difícil de vivir que una relación de sumisión y temor.
Sé que superar lo que durante tanto tiempo se nos ha enseñado no resulta sencillo pero, sin duda, es necesario para ser fieles con “el Dios de Jesús”.
Sin duda que descubrir y comprometernos con “el Dios de Jesús” es todo un desafío que como cristianos del hoy debemos vivir aunque ello implique cambiar y mucho.
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