Por Leonardo Vinci
La Constitución de la República de 1830 establecía que la conservación del orden y tranquilidad en lo interior le estaba especialmente cometida al Presidente de la nación. Al General Fructuoso Rivera le correspondía el mando superior de todas las fuerzas de mar y tierra, y estaba exclusivamente encargado de su dirección. Sin embargo, la Carta Magna no le permitía mandarlas en persona sin previo consentimiento de la Asamblea General, por las dos terceras partes de votos.
A fines del primer año de gobierno, el orden interior se hallaba «perturbado por las hordas de salvajes y grupos de bandidos que infestan la campaña comprometiendo la seguridad de las propiedades y las personas de los vecinos de ella, de un modo que ya no es posible mirarlo con indiferencia sin contraer la más grave responsabilidad…»
Por tal razón, el gobierno acordó que marchara una División expedicionaria de tropas del ejército y que el Presidente en persona saliera a recorrer el Estado.
El 30 de diciembre, Rivera puso en conocimiento de los legisladores tal situación. Al día siguiente, reunida la Asamblea General, el Ministro de Gobierno manifestó que por los partes oficiales y las cartas particulares últimamente recibidas, se sabía que charrúas y bandidos reunidos eran unos cientos «los cuales habían arrebatado tropas de mil y mil quinientas cabezas a pesar de las medidas tomadas por el vecindario para defender sus propiedades».
Llegó a proponerse pasar a sesión secreta para que el ministro explicara con mayor detalle la situación, a lo que el secretario de estado contestó que «los motivos indicados eran de pública notoriedad para que el Gobierno hiciese un misterio de ellos» y esperaba por lo tanto que la Asamblea votara el consentimiento constitucional.
A la una y media de la tarde, el Parlamento votó una Resolución concediendo «al Presidente de la República el permiso que solicita para salir a la campaña mandando en persona la fuerza armada».
Rivera pudo haber ordenado a sus oficiales que se hiciesen cargo de las operaciones militares que dieren lugar. No lo hizo. Prefirió asumir la conducción del ejército. Su presencia en Salsipuedes, probablemente, fue determinante para salvarle la vida a 300 prisioneros.
Al igual que Artigas en circunstancias similares, seguramente debe haber ordenado a sus subalternos «que no hiciesen, ni menos la tropa, fuego ninguno, a no ser que (los indios) hiciesen armas, o no quisiesen entregarse».
Pocos días antes de los episodios de Salsipuedes, Rivera le escribe a su amigo Espinosa y le dice «Julián la operación está casi hecha… qué glorioso será si se consigue sin que esta tierra tan privilegiada no se manchase con sangre humana.»
Don Frutos nunca buscó dar muerte a los indios sino contenerlos y terminar con sus andadas.
Cuando Lecor quiso usar la fuerza armada contra ellos, fue Rivera quien quebró una lanza por sus vidas.
«Son los charrúas unos restos preciosos por su oriundez, pero detestables por su carácter feroz, indómito, errante, sin anhelo, sin industria, sin virtudes… Con ellos no hay paz durable sino aquella que se compra con el oro o se asegura por el terror de las bayonetas.»
Aun refiriéndose a los charrúas como «un pueblo bárbaro y sanguinario», Don Frutos reclamó para ellos «los derechos más sagrados a la consideración de los hombres». Y señalándole a Lecor «el carácter humano que ha ostentado…» le aconsejó la organización de una fuerza militar, «para contenerlos, si esto basta, y para aterrarlos, si esto es preciso (…) colocando a su frente un jefe valiente, pero filántropo; activo, pero no temerario; hágase luego al charrúa una intimación para que abandone la vida errante y se dedique a cultivar los mismos campos que ahora destruye; dénsele útiles para sembrar y algún ganado para subsistir…»
Lamentablemente, «Después de agotados todos los recursos de prudencia y humanidad, frustrados cuantos medios de templanza, conciliación y dádivas pudieron imaginarse para atraer a la obediencia y a la vida tranquila y regular a las indómitas tribus de charrúas» el ejército debió actuar.
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