Por el Padre Martín Ponce De León
Me hacía el relato de una experiencia y mi mente volaba a muchos años atrás.
Muy bien no recuerdo cómo había surgido la idea.
Lo cierto era que todos los domingos por la tarde aquel imborrable grupo se reunía.
Su necesidad de hacer algo les había motivado a salir al barrio a reparar algunas viviendas del mismo.
Con más ganas que posibilidades íbamos al encuentro de la vivienda elegida.
Lo más importante era el encuentro con la persona que allí vivía.
Nos contaba su realidad y nos planteaba algún desafío de su realidad habitacional.
Ya algo habíamos llevado para enfrentar lo que se nos presentaba.
Recuerdo que con antelación iba a cada lugar a plantear nuestro deseo y a solicitar autorización para poder hacer algo. Esto nos permitía llegar ya preparados para lo que habríamos de encontrar.
Luego de unas horas de tarea volvíamos y en la eucaristía, con la que cerrábamos la actividad, compartíamos las impresiones vividas.
En oportunidades los comentarios se centraban en detalles que, tal vez, yo no había tenido en cuenta y ellos sí.
Era el encuentro con una realidad existente y que, la mayoría de ellos, ni suponían se daba a unas cuadras de donde ellos vivían.
Muchas veces se podían escuchar comentarios de asombro, estupor y desconcierto.
Ante sus ojos encontraban una realidad que no hacía otra cosa que impactar en ellos.
Jamás suponían se podían dar ese tipo de realidades que podían pasar ignoradas por ellos.
De manera especial, recuerdo, fue el llegar hasta aquella casucha donde vivía aquella mujer solitaria y especial.
Su casucha era una suerte de amasijo de chapas, tierra y humedad.
Para poder ingresar a la vivienda había que agacharse mucho y tatar de esquivar alguna chapa que allí se encontraba.
Dentro de la casa todo era oscuridad y humedad. Un gigantesco hormiguero sobrepasaba uno de los respaldos de la cama. El único sol que entraba era por entre los lugares donde faltaba alguna chapa.
Las chapas eran de aquellas viejas latas que, aplanadas, ocupaban techo y paredes. Algunas ya se habían destruido o volado y dejaban espacios que hacían las veces de ventilación o ventanas.
La cama tenía un viejo colchón saturado de humedad y unas frazadas tiesas de suciedad y tiempo de uso.
En esa casa no había ni luz ni agua y, mucho menos, un baño para ser utilizado.
La única fuente de agua era un pocito rodeado de piedras, entre unas cañas, de donde sacaba el líquido para lavarse y tomar. Es claro que para poder sacar un algo de agua limpia había que quitar hojas secas que allí se encontraban y algunos insectos que habían muerto ahogados.
Ella era feliz en su casucha y sus historias llenas de fantasías y locuras. Uno de sus relatos recurrentes era el de sus conversaciones con Artigas que, según ella, vivía en uno de los árboles que rodeaban su vivienda.
Luego de concluida toda una pieza nueva, con puerta y ventana nos retiramos satisfechos de la tarea que nos implicó muchos domingos por la tarde. Ella nunca utilizó lo que habíamos construido porque era para “los muchachos” cuando quisieran salir de vacaciones.
Aquel encuentro significó un estar cara a cara con la más absoluta miseria y lo más triste en lo que un ser humano podía encontrarse.
Era tocar la más absoluta pobreza con las manos. Poco tiempo después de haberle concluido una pieza nueva falleció sin haberla utilizado nunca.
Escuchaba su relato y desde lo más hondo de mi corazón agradecía a Dios el que continuase habiendo seres que son capaces de ayudar a otros a ver una realidad que jamás suponen puede existir.
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