Por el Padre Martín Ponce de León.
Las mañanas que debo celebrar la eucaristía en el templo parroquial, suelo esperar la llegada de la hora, tomando mate sentado en algún banco de la plaza. Esas mañanas suelo encontrar a dos o tres personas durmiendo en el atrio del templo. Son casi siempre los mismos. Ahora con la llegada del frío, duermen cubiertos por unas mantas y unos cartones que, sin duda, les ayudan a mitigar la temperatura reinante. Estaba tomando unos mates cuando veo que uno de ellos se levanta, guarda la manta en una mochila que colocó sobre su espalda y baja a la calle y avanza en dirección a donde me encuentro. Al llegar a la vereda se acomoda la ropa y, luego, continúa su marcha. Se llega hasta el banco donde me encuentro y luego de saludar me pregunta si se puede sentar. Obviamente le digo que sí y cruzamos algún comentario sobre el estado del tiempo y de las edades de ambos. “Usted es mucho más mayor que yo” me dijo. Luego de decirme su edad le respondí que le llevaba diez años. Todo es válido para entablar un diálogo y aprovechar una oportunidad que, interiormente, esperaba se me diera. Una señora también se acerca y se presenta y me comenta sobre una actividad llevada adelante hace mucho tiempo. Recordaba la actividad mientras intentaba recordar a aquella señora que me hablaba y así como llegó se marchó. El hombre, entonces, me comentó algo sobre lo que había hablado la señora, me pidió un cigarro y me preguntó si yo era cura. Le contesté y comencé a guardar el termo y el mate puesto ya debía marcharme. Fue, entonces, cuando me dice. “En otra oportunidad explíqueme lo que es eso de la vida eterna. ¿Es tener esta vida de m… eternamente?”. “No, nada que ver. Te prometo que en cualquier otra vez que nos veamos seguimos con el tema. Ahora debo ir a la misa para no llegar tarde” Nos despedimos con un apretón de manos y yo me encaminé al templo y le sentí decirme “No se olvide, tenemos la charla” Imposible olvidarme de su pregunta ya que la misma había despertado mi atención. Intentaría responderle adecuada y alentadoramente por más que sabía no era sencillo hacer tal cosa. Sin lugar a dudas que aquello, él, lo venía masticando desde hacía un tiempo y no había encontrado una respuesta muy satisfactoria y, tal vez, no quería quedarse con ella. Es evidente que el pensar que todo se suponía era un prolongar su situación eternamente no era un algo que pudiese conformarle ni agradarle. ¿Cómo explicarle que “la vida eterna” no es la prolongación de esta vida sino un estado? ¿Cómo explicarle que “la vida eterna” dice de los valores por los que nos hemos jugado en esta vida? ¿Cómo explicarle que “la vida eterna” es un algo que no conocemos pero que nos pone en las manos de Dios que es misericordioso y puro amor? Hace mucho leí un libro titulado: “El cielo en palabras humanas”, debería recordar algo de aquel libro para decírselo, pero ello me resultaba muy teórico como las preguntas anteriores demasiado subidas de tono. ¿Cómo poder hablarle de algo que le preocupaba con un lenguaje simple y entendible? Solamente pensaba en lo increíble que aquel hombre inmerso en situación de calle estuviese ocupado en ese tema. Debo hablarle de Dios, Padre colmado de amor, a quien no debemos temer sino saber descubrir y reconocer. Sin lugar a dudas ello es más importante que ocuparnos en poder saber sobre “la vida eterna” ya que ello no es otra cosa que reconocer la realidad de Dios en nuestra vida por más “m… que la misma nos resulte.
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