Por el Padre Martín Ponce de León.
Sin lugar a dudas es una necesidad volver a recuperar la experiencia de Jesús como un amigo. Sucede que le hemos cargado de tanta solemnidad y, por lo tanto, distancia que lo hemos alejado de la posibilidad de ser un amigo. Para que podamos gustar esta realidad es que Dios nos obsequia con la experiencia humana de la amistad.
Un amigo es, siempre, un tesoro que uno se realiza. Un amigo es un alguien a quien permitimos entrar en nuestra vida. Un amigo es a quien podemos compartir, con tranquilidad y verdad, lo que hace a nuestra vida. Con él podemos compartir nuestros sueños para que nos ayude a hacerlos posibilidad.
Con él podemos compartir nuestros errores para que nos acompañe en nuestros deseos de mejorar. Con él podemos compartir nuestras incoherencias para que nos anime a superarlas.
Con un amigo, porque sabemos que nos conoce y acepta, simplemente somos y ello nos hace, siempre, mucho bien. Un amigo siempre está dispuesto para darnos su mano y para escuchar nuestros divagues.
Cuando descubrimos hemos sido beneficiados con un amigo verdadero sentimos que nunca estamos solos. Un amigo se encuentra por sobre distancias, lejanías o silencios. Un amigo siempre está, siempre podemos saber que contamos con él.
Para conversar con él no son necesarios formalismos ni frases hechas. Hablamos con espontaneidad y naturalidad. Hablamos y dejamos frases por la mitad para divagarnos en alguna anécdota.
Nada nos resulta más grato que poder compartir con él una historia, un silencio, una risa, unos mates o una conversación profunda. Un amigo nos obsequia detalles que nos hacen saber de su permanecer constantemente en nuestra vida sin que ello nos resulte una invasión o una carga.
Siempre está dispuesto a brindarnos su tiempo aunque más no sea para observar los encajes tejidos por los caracoles. Siempre está dispuesto a obsequiarnos un ramito de violetas o el cono de un eucaliptus. Siempre está dispuesto a brindarnos lo mejor de sí para hacernos saber que le importamos como él nos importa.
Sin lugar a dudas todo esto lo podemos, con absoluta tranquilidad, trasladarlo a nuestra relación con Jesús.
Para ello debemos despojarlo de muchas de esas realidades que les hemos ido añadiendo con el paso del tiempo.
Progresivamente hemos ido elevando a Jesús, lo hemos ido haciendo más y más distante porque ello nos resulta conveniente. Cuanto más lejos, de lo cotidianamente nuestro, ponemos a Jesús más simple nos resulta vivirlo.
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