Por el Padre Martín Ponce De León
Muchas veces leyendo algunas vidas de santos uno se encuentra con relatos sorprendentes.
Tan sorprendentes que hasta pueden sonar a increíbles.
Desde esa lectura uno piensa que si tal cosa es producto de la santidad, la santidad es para algunos seres extraordinarios.
Muchas veces uno encuentra conductas que responden a un determinado tiempo.
Propio de un tiempo es, por ejemplo, cuando se entendía que el cuerpo era un impedimento para poder vivir a pleno las cosas del espíritu. Ello motivaba a que se castigase al cuerpo para hacerlo sufrir y así no dominase sobre el espíritu.
Gracias a Dios, tal forma de pensar, ya se encuentra superada y se asume que, también, el cuerpo es obsequio de Dios.
No obstante esto se nos continúa presentando algunas vidas para que nos ayuden a saber que es posible vivir conforme el proyecto de Dios.
Sin duda que estas vidas que se nos presentan no son otra cosa que esos santos a quienes la institución iglesia proclama como tales.
Es evidente que pudo haber un tiempo donde se entendía que esos seres proclamados eran los únicos que tenían el privilegio de disfrutar del premio eterno.
Desde esa óptica, sin duda, los santos era muy pocos. Eran algunos seres demasiado especiales y únicos.
Últimamente existe la convicción de que nuestra vocación de cristianos no es otra que la santidad.
Ello no implica que se sea presuntuoso al aspirar a la santidad.
La santidad no es algo para algunos seres especiales sino que es lo natural y normal para cualquier hijo de Dios.
La santidad no es hacer cosas extraordinarias o poseer fenómenos paranormales.
La santidad es vivir lo cotidiano como debe vivirse.
La santidad es hacer lo que se debe y cómo se debe.
La santidad es construir, con lo que se es, un canto de gratitud a Dios.
Es, entonces, que se llega a la certeza de que existen muchísimos santos más que los oficialmente proclamados.
Existen santos que jamás serán proclamados pero su santidad es indudable.
En lo personal, creo, es muy bueno poder mirar a esos seres, cotidianos y no proclamados, que nos muestran que es posible vivir determinados valores.
Son esos seres que han pasado o están pasando y nos ayudan a crecer y madurar en cuanto nuestra condición humana.
Son esos seres que, con lo que son, nos resultan una constante invitación a la superación personal.
Soy un convencido de que, desde la idea anterior de la santidad, el cielo era algo así como un espacio con mucho espacio vacío.
Desde esta actual presentación el cielo es algo con muchas más presencias que en la concepción anterior.
Son algunos los proclamados oficialmente. Son muchos, muchísimos más, los que disfrutan de la santidad.
Cada ser humano que intenta ser coherente.
Cada ser humano que vive en consonancia con su ser persona.
Cada ser humano que no se tiene como fin de su actuar y del de los demás.
Cada ser humano que actúa desinteresada y solidariamente.
Sí, cada uno de esos seres, son, según mi entender, santos de nuestro hoy y desde nuestro ayer cercano.
Un algo extraño que esto posee es que nadie puede juzgar a los demás y, por lo tanto, nadie puede juzgar la santidad de los demás.
Solamente uno puede saber si es coherente con la propuesta de Dios y ninguno se proclamará santo ya que hacerlo es una necedad.
Es, entonces, que uno llega a la certeza de que la santidad de esos seres nuestros y cercanos es más una sensación hecha lección de vida que una seguridad reconocida.
Eso es lo bueno, descubrir que, desde su realidad, me ayuda a madurar un valor y a no imitarle, tal vez, en la vivencia de otros.
Por eso la santidad es cosa propia de nuestro ser humanos orientados a la trascendencia.
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