viernes 19 de abril, 2024
  • 8 am

Manos ensangrentadas

Leonardo Vinci
Por

Leonardo Vinci

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Por Leonardo Vinci.
Recuerdo la novela del premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway “El viejo y el mar”, y vienen a mi mente las imágenes del pescador, peleando día y noche con un gran pez, terminando con sus manos ensangrentadas.
También trato de entender borrosas imágenes, en que otras personas, también aparecen con las manos llenas de sangre en un escenario distinto.
Pero son manos manchadas con sangre ajena.
Vicente Oroza, nació en 1922 en un pueblo pequeño de labriegos y pescadores, sobre el Cantábrico. Su suegro, trabajaba en un frigorífico y poseía un amplio terreno en La Teja que se fue poblando de nuevas edificaciones a medida que la familia crecía. Su nieto recuerda que “cada vez que una de las hijas se casaba, edificaba en el fondo un cuarto, con un baño y una cocina.”
Se empleó en Cutcsa y ahorrando y ahorrando compró su primera parte de un ómnibus.
Era un chofer muy conocido ya que al pasar por el barrio, solía detenerse a esperar a los vecinos que llegaban agitados a la parada y todos lo saludaban por su nombre.
Un 28 de junio a las 2 de la madrugada inició su recorrido manejando hacia el centro en aquel lluvioso y frío miércoles.
Oroza vio a dos hombres que trataban de alcanzar el 125. Reconoció a uno -Luis Estradet- que vivía a una cuadra y media de su casa; entre-paró, les abrió la puerta y subieron, pero apenas cruzaron el puente sobre el Pantanoso, se encontraron con una pinza de las Fuerzas Conjuntas. Hacía pocos minutos se había producido un tiroteo entre tupamaros y Fuerzas Conjuntas, en el centro de la Villa.
La “Voz de Galicia” recordó los hechos: “Un soldado que subió a pedir documentos, recibió un balazo en el hombro. Quien le tiró era “el gallego” Antonio Mas Mas, que debía varias muertes. Mientras que el guarda se cobijaba entre los asientos, Estradet le ordenó que arrancara, Oroza le respondió que no podía embestir a los vehículos que le cerraban el paso, abrió la puerta trasera y les dijo que escaparan por allí. Estradet, su vecino del barrio, le pegó tres tiros con una pistola 32 cargada con las terribles balas dum dum que entraron por la espalda con una trayectoria descendente, según demostraría la autopsia. El guarda creyó escuchar a Mas Mas increpando a Estradet: “¿Qué hiciste?”. Luego escaparon.
Su hijo Jaime Oroza, está convencido de que Luis Estradet lo mató fríamente para que no lo identificara.
Una multitud asistió al velatorio en su domicilio.
El transporte paró en solidaridad y también buena parte de las industrias de la Teja: Fibratex, La Aurora, y Bao. En el cementerio le rindieron homenaje dirigentes de Cutcsa.
Estradet y Mas Mas cumplieron una dura prisión de doce años.
Éste, al salir de la cárcel declaró a El País de Madrid: “Lo que realizaba el MLN eran ajusticiamientos. Quizá nos equivocamos en dos o tres casos, pero las demás muertes se debieron a la aplicación de la justicia revolucionaria que el movimiento practicaba en aquel momento. Se trató de medidas preventivas contra la injusticia social. Todos eran asesinos o torturadores”.
La memoria selectiva de la cultura hegemónica no ha pedido perdón ni incluyó en su panteón a héroes de un Uruguay casi olvidado, como Vicente Oroza.
Su hijo Jaime ha dicho “Hoy los asesinos de mi padre tienen un memorial en su honor”. A lo que alguien le respondió “Tu padre habrá sido un milico torturador”.
Contra aquel hermoso país, en que los inmigrantes trabajadores ahorraban para comprar la casita donde vivir con sus familias, se alzaron los tupamaros.
Aquel hermoso país, que estuvo 15 años en manos del frente amplio, que tanto habla de memoria, justicia y los derechos humanos, ocultando los crímenes de los tupamaros.
El nuestro ha sido un país donde quisieron hacernos creer que los verdugos fueron víctimas y donde la mentira era la verdad.
Triste Uruguay el que nos dejaron, donde fueron acallando o agrediendo cualquier reclamo de familiares de las víctimas de la subversión.
Habrá que poner las cosas en su lugar, porque, a diferencia del pescador de Hemingway, las manos manchadas de sangre inocente, aunque se laven, nunca vuelven a quedar limpias.