Por Adriana López Pedrozo
Agradezco profundamente a las maestras que me incentivaron a seguir escribiendo desde el alma, a mis muertos queridos, pilares en mi vida, a mi madre, una dama auténtica y gran lectora multifacética que, cuando nos aburríamos de chicas, nos mandaba a la biblioteca de mi abuela a leer.
MI YO EXTERNO
Estas líneas no pretenden ser un manual de autoayuda.
Simplemente me puse a escribir sobre las formas a las que he acudido para sortear lentamente, alguna que otra situación que, creo, nos despojan de nuestra paz interior, algo absolutamente innegociable para vivir.
Desde niña tuve una facilidad de escribir, en la escuela, dejándome llevar por mi imaginación.
Es lo que llamábamos: redacciones.
La maestra ponía un título en el pizarrón y debíamos desarrollar el mismo en forma escrita y en silencio.
Es la actividad que más recuerdo como inicio de esta sensación de paz interior.
El silencio envolvía el aula, y sólo se oían las bandas de loros en los árboles.
Era una escuela con mucho cemento, compensada con árboles.
Curiosamente terminé siendo maestra.
Pensaba que no era mi vocación, hasta que me descubrí ante grupos de todas las edades, porque también existían las escuelas de adultos, trabajando y experimentando esa sensación de paz interior.
No es fácil de describir.
Quizás cada persona lo percibe de diferentes formas. Personalmente era: libertad en mis acciones, tener una leve forma hacia arriba con la comisura de mis labios, pensar que iba a llegar a mi “lugar en el mundo” a prepara un mate con cedrón, y escuchar el silencio.
Naif quizás… hasta que experimenté mi primer ataque de pánico. No sabía lo que era, también lo considero indescriptible.
En esos tiempos, tengo 59 años, en este año 2021, casi 40 años atrás, no se manejaban estos conceptos.
Con 21 años estaba recibida de maestra, había sido medalla de oro de mi generación, y como regalo me había ido unos días a la casa de mi padrino, padre de un único hijo varón al cual comparaba continuamente con sus primas.
Esta situación me incluía y me desesperaba que lo hablara en la mesa, subrayando logros con debilidades de su hijo, mi primo.
Lo primero que recuerdo es que estaba conversando y me inundó sorpresivamente una sensación de vacío absoluto sin causas para mí.
Me asusté mucho, no le dije a nadie, preparé mi valija y volví a la casa de mis padres.
Estaba de novia, y, en esa época, la tradición era estudiar, recibirse, casarse y tener hijos.
Me casé con 22 años, tuve mi primera hija a los 24. Para los 29 tenía tres niños, un aborto espontáneo, operaciones de quistes de ovarios, apendicitis, hemorroides.
Tenía muchos miedos acerca de que les pasara algo a mis hijos, un buen padre pero esposo ausente.
A los 35 caí en un pozo depresivo del que las manifestaciones eran: opresión en el pecho, angustia, miedo.
Nadie de mi entorno familiar ni social entendía.
La frase más escuchada era: “pero que te puede faltar para estar así, tenés todo, hijos, esposo, un buen pasar y un trabajo (nunca dejé mis clases, aunque disminuía la carga horaria para estar cuidando a mis hijos).
Me pregunto ahora, si alguna vez los disfruté, jugué o me di cuenta de que tenía tres viditas que los años los convertirían en adultos en muy poco tiempo.
Comencé un camino de recuperación y ahí leí y me explicaron lo que era un ataque de pánico, con todos los síntomas que encajaban con lo que había experimentado con 21 años.
A los veinte años de casada, con tres hijos adolescentes, nos divorciamos con su papá.
Comencé a capacitarme en mi profesión, ya que tenía más tiempo libre.
Fue así que me enriquecí con un pasaje de seis años por la Universidad, sin dejar de escuchar, “ahora de vieja se te da por ir a la Universidad”.
No merecía respuesta tal cuestionamiento, así que disfruté plenamente cada una de mis clases, seminarios, y demás.
Quizás también, en el mismo momento, no acompañé lo suficiente a mis hijos en su adolescencia.
Quizás no lloré lo suficiente la muerte de mi padre, ser de luz para mí.
Quizás…
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