viernes 24 de enero, 2025
  • 8 am

Sobre el debate presidencial

Fulvio Gutiérrez
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Fulvio Gutiérrez

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Dr. Fulvio Gutiérrez
El debate realizado antes del balotaje del pasado 24 de noviembre, entre los dos candidatos a la presidencia que obtuvieron más votos en la elección nacional de 27 de octubre, Yamandú Orsi y Álvaro Delgado, se hizo para cumplir con la obligación impuesta por la ley No. 19.827 de 28/9/2019. Sin embargo, a mi juicio no fue un debate, porque no cumplió con los elementales requisitos que hacen a la esencia de un debate, sin perjuicio de que la precitada ley, dispone formalidades muy genéricas sobre su organización, que está a cargo de la Corte Electoral, la que impuso un protocolo tan estricto, que desnaturalizó el concepto claro de un debate. Ya había ocurrido algo similar, en el primer debate presidencial, entre Daniel Martínez y Luis Lacalle Pou.
El protocolo ideado para aquel debate, al igual que para este último, constituyó un reglamento demasiado estructurado, que hizo perder toda espontaneidad a los debatientes, impidiendo la demostración de sus conocimientos, su capacidad de maniobra, la sinceridad de sus respuestas y su rapidez para reaccionar ante imprevistos. Eso, no es lo que el ciudadano quiere ver y escuchar. Debe tenerse presente que llegamos a la consagración por ley de la obligación de debatir por dos razones: la reticencia de debatir de algunos candidatos, y el pedido firme y mayoritario de los ciudadanos de contar con esa herramienta de información para formarse su opinión antes de votar. Si se quiere fortalecer la democracia por medio del debate seguramente no es mediante el instrumento regulado de la forma en que lo hizo la Corte Electoral.
De las dos razones que consideramos llevaron a establecer por ley la obligatoriedad del debate, parece que la Corte Electoral no escuchó suficientemente qué era y es lo que quieren la mayoría de los ciudadanos. La forma de “debatir” que se reglamentó no favorece la democracia.
Los debates presidenciales, gracias a los medios de comunicación masivos, se han tornado en las últimas décadas, en una herramienta fundamental para informar, transparentar ideas y ser un foro óptimo para la libertad de expresión política. De esa manera, se refuerza la calidad democrática de un sistema de gobierno. Porque el fin del debate presidencial, es llegar a toda la ciudadanía, para que esta conozca, de primera mano, escuchando y viendo a los candidatos, cuáles son sus proyectos y sus planes de gobierno, y fundamentalmente, los caminos necesarios para que se concreten en la realidad. Es decir, no solo los proyectos, sino el “como” esos proyectos se van a concretar en la realidad.
Un debate en el cual los candidatos no tienen libertad de movimientos, no sirve. Como no sirvió en los dos casos que se dieron en Uruguay. Ello supone el derecho a la réplica en los temas tratados, que pueda generar una discusión bajo el orden que deben imponer las personas que actúen como moderadores. Si no hay réplica, no hay debate. Necesariamente tiene que haber un diálogo vivo, con un ineludible grado de confrontación, con cierto desarrollo de posturas e ideas, que permitan a los debatientes cierta libertad de respuesta, para que pueda demostrar a quien los mira, su conocimiento del tema, su agilidad para la exposición de ideas, y su seguridad en cada discusión.
Por estas razones, entiendo que se impone la modificación de la ley No. 18.927 en cuanto pudiera corresponder, para que el debate cumpla con los requisitos inherentes a su naturaleza, contemplando así el interés supremo de la ciudadanía, aunque los candidatos (o especialmente por ello) se vean más expuestos.