Por el Padre Martín Ponce De León
No sé muy bien cuántos años han pasado. Sin lugar a dudas más de sesenta y cinco y algunos menos de setenta y cinco. Lo cierto es que han pasado muchos años. Desde, ese tiempo, impreciso pero abundante, no ingresaba a ese lugar.
Cuando aquella joven fue a invitarme a participar de una celebración, le comenté lo que significaba, para mí, volver a tal lugar.
Los días siguiente me permitieron dejar aflorar algunos recuerdos, muy vagos, que sabía estaban en mi interior ya que, en más de una oportunidad, al pasar por delante, intentaba hacerlos presente.
Suponía que muchas cosas habrían cambiado, pero nada de ello alteraría mis recuerdos, puesto que los mismos eran muy puntuales y casi borrosos.
Cuando comencé mi tiempo escolar lo había hecho en ese lugar y veía que, donde estaban las aulas a las que asistía, había una construcción nueva y destinada a otra finalidad y no era de la enseñanza.
No quería ingresar por el frente del lugar ya que, en mi tiempo de escolar, lo hacía por un ingreso lateral y, el mismo, ya no existía. El frente era el ingreso de los mayores y, por lo tanto, no era el ingreso que me correspondía en mi calidad de alumno de infantil.
Me hicieron ingresar, directamente, al lugar donde se desarrollaría la actividad. Un patio colmado de grandes árboles y, por lo tanto, de abundante sombra. Allí me encontré con uno de los recuerdos que estaban en mí. La gruta conservaba su presencia en el fondo del patio.
No es una pequeña gruta, pero la imaginaba mucho más grande de su tamaño actual. Quizás porque la veía, en mis recuerdos, desde mis ojos de niño pequeño. No era que la gruta se había empequeñecido, sino que yo había crecido y ya no podía verla desde tan abajo como cuando en mis años infantiles.
No habría de aparecer desde alguna puerta alguna de las religiosas que eran la presencia constante del instituto. Ya no está Sor Margarita María, ni Sor Martina o Sor Bernardita. Ahora aparecía un montón de rostros desconocidos para mí. La realidad ha cambiado y no podría ser de otra manera.
Poco a poco fueron apareciendo los niños y se instalaron sobre unas especies de alfombras colocadas sobre el piso. Las sillas, que se habían distribuido, las ocupaban los adultos que, supongo, eran algunos familiares de los niños presentes.
Supongo no esperarían, de mi parte, una celebración muy solemne, pero debo reconocer puse lo mejor de mí para que fuese como para los niños y como una forma de agradecer el poder volver a tantos años atrás.
El viento se empeñó en soplar durante casi toda la celebración y, creo, se llevó aquellos pocos recuerdos que estaban en mi interior desde hacía tantos años, ya que, ahora, mi mente se ocupaba de acomodar recuerdos nuevos. Recuerdos que no tienen sabor a infancia, pero tienen la realidad de los tiempos actuales y el sabor de la novedad.
De regreso voy pensando en el buen comportamiento de los niños, en su participación y, en mi interior, agradeciendo la oportunidad que había tenido que me permitió volver a aquel lugar.
Me esperaban unas actividades que debía realizar y, las mismas, no tenían que ver con lo celebrado. Guardé lo vivido en mi interior y me dispuse a cumplir con las tareas que debía y, lo sabía, ocuparían el resto de la mañana que, aún se conservaba intacta.
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