Por Padre Martín
Ponce de León.
Uno de los componentes esenciales a nuestra condición de personas son nuestras manos.
Nuestras manos, ayudadas por la razón, son capaces de realidades sorprendentes.
Siempre poseen capacidades que nos pueden llenar de gozo o de vacío.
Ellas nos pueden ayudar a salir de nosotros o encerrarnos en nosotros mismos.
Con nuestras manos solemos construir nuestros mejores gestos de solidaridad.
Son ellas las que, unidas a otras manos, gestan esa prolongada cadena solidaria que contagia a otras manos.
Desde ellas, tendidas al encuentro de los demás, podemos hacer que alguien se descubra persona porque digna.
No ha de existir signo más reconfortante que el poder hacer que otro se experimente respetado, aceptado y comprendido.
Son nuestras manos las que logran que alguien se anime a salir de sí mismo y permitir el acceso a su interioridad.
Son nuestras manos las que construyen puentes de confianza y cercanía.
Ellas logran realizar el milagro de despertar una sonrisa en un rostro arisco y dolido.
Ellas son las que dibujan chispas de colores brillantes en la mirada de quien se descubre respetado.
Desde nuestras manos nacen esos pequeños gestos que, para otros, pueden significar grandes gestos.
Nuestras manos pueden despertar el calor de las ganas de superarse de otras manos.
Ellas pueden hurgar en nuestro interior para ayudarnos a ser mejores personas porque con las manos curtidas de entrega.
Desde ellas salimos al encuentro de los demás y podemos aprender a equivocarnos un poco menos.
Nuestras manos siempre son dignas.
Aunque tengan los dedos marrones de horas de tabaco.
Aunque tengan las uñas largas y enlutadas de suciedad.
Aunque tengan durezas de escobas y paños de piso.
Aunque tengan la tersura de la tiza y borrador.
Aunque tengan la delicadeza del quehacer detrás de un escritorio o entre papeles.
Nunca nuestras manos se envilecen por curtirse de trabajos y ternuras.
Nunca nuestras manos se envilecen por heridas producidas por la entrega y el hacer algo para los demás.
Nuestras manos se empobrecen cuando las guardamos para alguna situación especial.
Nuestras manos se empobrecen cuando no saben obsequiar una caricia.
Nuestras manos se empobrecen cuando las cuidamos para nosotros mismos.
Ser persona dice de relación con los demás y son nuestras manos quienes establecen esa relación.
Cuando permitimos que nuestras manos se colmen de mariposas de delicados colores es cuando nos volvemos importantes e imprescindibles para los demás.
Cuando, desde nuestras manos, obsequiamos brillantes mariposas es cuando hacemos nacer el amor en nuestro relacionarnos con otros.
Así hacemos un mundo mejor porque más humano.
Cuando no nos limitamos a esconder nuestras manos es cuando vemos que nuestro entorno se llena de colores brillantes.
Nuestras manos sonríen cuando obsequian una colorida mariposa pese a las distancias o las ausencias.
Son tesoro invalorable cuando las ponemos al servicio de los demás.
Se hacen vacío y frustración cuando las llenamos de miedos y desconfianzas.
Son un puente que permite la cercanía y la posibilidad de un encuentro.
Ellas son el espejo en el que podemos observar nuestra realización en la medida que plenas de distintos rostros.
Cuando miramos nuestras manos y únicamente nos vemos todo se nos vuelve vacío y soledad insoportable.
Nuestras manos son constructoras de presente y mañana.
Nuestras manos son mucho más que una simple parte de nuestro ser.
Por ello es que Jesucristo nos enseña sus manos destrozadas.
La verdadera realización está en no guardarnos nada y darlo todo.
La felicidad está en nuestras manos porque son ellas las que nos hacen verdaderamente HU- MANOS.
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