La joven sabe que a su novio le agrada verle con el cabello largo.
No interesa saber si es por una cuestión de puro gusto personal o dice de una apreciación estética.
Lo real es que a él le agrada verla con el cabello largo.
Por “mantener su independencia” ella no permite a sus cabellos llegarse un poco más allá del roce con sus hombros.
Es una forma de hacerle saber que, en ese tema, el gusto de él no es tenido en cuenta.
Por “miedo a perderlo”, con total desgano, se deja el cabello largo.
No es una cuestión de amor sino de temor.
Porque lo ama y desea agradarle no permite a las tijeras llegar a sus cabellos.
Puede ser una incomodidad, para ella, porque caluroso pero ninguna molestia es suficiente como para impedirle no pretender agradar al ser que ama.
Es el gusto del amado y la libre opción del ser que ama.
Algo similar a lo que sucede con esta última postura es lo que sucede en la cuaresma.
Es un tiempo fuerte de amor donde se busca dar pasos para agradar al ser amado.
Creo que, anteriormente, el acento de este tiempo de cuaresma estaba puesto sobre una serie de ayudas que favorecían nuestra conversión ante la vergüenza de nuestros pecados.
Hoy en día, me parece, es necesario poner el acento en la razón de dicho buscar agradar al ser amado.
Por eso es que es necesario una doble realidad.
En primer lugar necesario se hace aceptar la realidad personal.
Quien vive este tiempo de cuaresma no es un ser perdido dentro de una anónima muchedumbre sino que es cada uno de nosotros como parte de la Iglesia.
No soy lo que los demás creen que soy.
No soy lo que creo o me gustaría ser.
Soy lo que soy y debo aceptarlo sin excusas ni consideraciones.
Para, verdaderamente, agradar al ser amado debo aceptarme tal como soy. Resulta bastante ridículo pretender agradar desde falsedades sabiendo que él me conoce.
Sin vergüenzas ni oprobios, con verdad y honestidad.
Si al mirarnos a nosotros mismos lográsemos hacerlo sin entrar en comparaciones con los demás (¿Por qué siempre comparamos cuando sabemos que somos realidades diferentes?) sin duda que lo que veríamos sería mucho más alentador de lo que solemos ver.
En segundo lugar es necesario realizar un acercamiento honesto, y por lo tanto integral, al Cristo de los evangelios.
No es un acercamiento al Cristo que me puede resultar simpático ni tampoco al que me deja más cómodo.
Es un acercamiento a Cristo tal como los relatos evangélicos nos lo presentan.
Un Cristo que posee un estilo de vida coherente y se juega por el mismo para que así el proyecto de Dios sea cumplido.
Solamente en un acercamiento honesto e integral de Cristo puedo saber y conocer lo que le agrada y, por lo tanto, lo que espera de cada uno de nosotros.
Desde esa doble mirada, realizada en simultáneo, es que descubro sus opciones (sus gustos) y nuestros comportamientos individuales.
Descubrimos nuestras distancias, nuestras incoherencias, nuestras inseguridades y nuestros miedos.
Pero no es un descubrimiento que nos aplaste o llene de temor.
Es un descubrimiento que nos hace estallar en gratitud.
Pese a ser lo que descubrimos somos razón del amor de Dios que se goza en amarnos y en brindarnos oportunidades para que seamos mejores.
Ese amor desbordante de Dios, que nos llega a raudales desde Cristo, debe ser quien motive nuestro deseo de conversión (agradar).
No es un cambio producto de llenarnos de miedo ante la posibilidad del infierno sino la necesidad de intentar ser mejores para no perder el amor de Dios.
Es la conversión producto de la sentida necesidad de pretender agradar a quien nos ama tanto.
Por ello es que este es un tiempo fuerte del amor que busca agradar al ser amado y así ser coherentes con nuestra condición de “cristianos”.
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