Por el Padre Martín Ponce de León
Según los relatos evangélicos Jesús quiso poner en el centro de su mensaje a la realidad del amor.
Lo hace presentándolo en una doble dirección. Hacia Dios y hacia el prójimo.
En esa realidad nos encontramos como nexo entre un amor que desciende y un amor que se proyecta.
Es sabernos amados y, por lo tanto, amando.
La experiencia del amor comienza con la realidad de sabernos amados por Dios.
Allí descubrimos que todo lo que somos no es otra cosa que un inmenso regalo de Dios para con cada uno.
Es poder experimentar que todo lo nuestro no es otra cosa que una prolongada y gratuita acción amorosa de Dios.
Ante esa acción, producto de su amor, podemos reaccionar como se nos venga en ganas. Podemos reconocer los dones que tenemos y hacerlos crecer pero también podemos ignorarlos y vivir encerrados en nosotros mismos.
Podemos agradecerlos reconociendo a Dios como fuente de nuestros dones o podemos vivirlos como fruto logrado por nuestros empeños o acciones.
Podemos confiarnos y permitir que Dios sea más en nosotros como, también, podemos ignorarlo y construir nuestra vida prescindiendo de Él.
El amor de Dios no nos avasalla.
El amor de Dios no se nos impone sino que respeta nuestra libertad.
El amor de Dios nos permite realizarnos plenamente como personas porque dejándolo ser parte de nuestra vida y vivir orientados a la trascendencia.
Al descubrirnos amados por Dios es que experimentamos la necesidad de agradecer debidamente a su iniciativa y ello nos hace amar al prójimo.
Amar al prójimo es aceptar y respetar al otro en su originalidad.
Amar al prójimo es darnos sin esperar a cambio.
Amar al prójimo no es pretender imponerle nuestras posturas sino ayudarlo a que se ayude a ser mejor persona.
Amar al prójimo no es otra cosa que prolongar, en los demás, lo que experimentamos Dios hace en nosotros y como Dios lo hace con nosotros.
Nunca amar es una carga sino que siempre es una experiencia que nos colma de gozo.
Puede el amor hacernos sufrir puesto que ello es parte de nuestro vivir.
Sufrimos cuando no podemos ayudar al prójimo de mejor manera.
Sufrimos cuando la realidad nos supera y nos impide encontrar las maneras de ser útiles.
Sufrimos cuando lo que hacemos con buena voluntad no hace otra cosa que llenarnos de interrogantes puesto que nos asaltan las dudas que nos impiden tener certezas de haber actuado tan correctamente como creíamos.
El amor no viene, necesariamente, acompañado de certezas.
El amor siempre es un proceso que va acompañado de búsquedas y, por ello, con aciertos y errores.
Debemos prolongar el actuar de Dios pero con la tranquilidad de no ser dioses y ello nos debe dar la tranquilidad de que nos habremos de equivocar en más de una oportunidad.
Debemos gastar mucho tiempo para poder aprende a amar sin esperar a cambio.
El amor es una experiencia de reciprocidad y ello no es muy sencillo de lograr. Requiere de mucho empeño de nuestra parte para hacerlo realidad.
Dios no nos ama porque seamos brillantes, poderosos o muy útiles. Nos ama porque, como es amor, no puede tratarnos de otra manera.
Nos ama porque nos ama.
Nos invita a amar no en pos de algún rédito personal o de alguna posible ventaja. Nos invita a amar puesto que el otro es un alguien digno de ser amado.
Jamás podremos decir que ya amamos como Dios nos ama y, por ello, toda nuestra vida se nos convierte en un experimentar el amor e intentar prolongarlo a los demás.
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