Por el Padre Martín Ponce de León
Con una prudente anticipación, durante 24 años, se me invita a participar de la misa que, cada 2 de noviembre, se celebra en el Parque Martinelli de Carrasco. Este año recibí dicha invitación y hacia allí concurrí ese día. Sabía eran largas horas de viaje y, con tal motivo, invité a otra persona a que me acompañase para compartir, por algunos momentos, el deber manejar. Como resultado final debo confesar que, si en la ruta debimos atravesar más de veinte semáforos, todos se encontraban en rojo al momento de nuestra llegada a ellos y, tal cosa, demoró, un algo más, nuestro viaje. Quien me acompañaba, cada tanto, me preguntaba: “¿Cómo vamos?” “Vamos bien, es tal hora” le respondía yo. Lo real es que llegamos exactamente a la hora que debía estar comenzando la eucaristía. Los temas, como los mates, iban y venían, durante todo el viaje. “Hacé una misa con un sermón bien largo” “No, estás loco. Yo lo traigo escrito y me limito a ello. La misa no llega a una hora” “¿Hicimos este bruto viaje para una misa cortita?. Vos no entendés nada” me decía en tono de broma. Llegamos, algunos saludos de rigor y comenzamos a aprontarnos para la celebración. No había tiempo para muchas formalidades. La eucaristía fue conforme lo ya tradicional y dentro de un ambiente de respeto, silencio y oración. El fuerte viento y la lluvia no sirvió para distraer a los presentes. Canciones solemnes brotaban desde la interpretación del coro que suele acompañar la celebración. Al final de la eucaristía uno, como suele suceder, uno recibe algunos comentarios. Los mismos suelen ser de beneplácito o algunos comentan la razón de su presencia en ese lugar tan particular. Inmediatamente comenzar el retorno puesto que debíamos transitar otra vuelta en busca de un material que debo utilizar próximamente. Era más tiempo y más kilómetros. Durante el regreso almorzamos una buena cantidad de sándwiches que nos habían obsequiado mientras continuamos compartiendo diversos temas. El cielo nublado y el viento fresco, hacían que no se sintiesen mucho los kilómetros. Poco antes de llegar a un determinado lugar, quien me acompañaba, comenzó a sugerir la posibilidad de pasar por un lugar a saludar a una familia cuya casa queda al borde del camino. Así lo hicimos y estuvimos, “de visita” unos pocos minutos. Llegamos al destino donde debíamos levantar el material que debía llevar y, también, estuvimos muy pocos minutos y, ahora, comenzar el retorno. Mientras el compañero de viaje organizaba un asado para esa noche con un grupo de amigos, yo intentaba apurar la distancia puesto que comenzaba a sentir lo largo del viaje. Tenía la satisfacción de estar realizando un gusto que se me había solicitado. Tenía la satisfacción de haber puesto lo mejor de mí en la celebración de la eucaristía como forma de manifestar mi gratitud ante el hecho de haber sido invitado, una vez más. Por una familia a quien le debo mucha gratitud. Al concluir el recorrido, solamente deseaba poder dejar de lado el auto y acostarme luego de las diez y seis horas de viaje. La cintura me hacía saber que el mismo había sido un largo viaje por más que mi interior me dijese que había valido la pena tal esfuerzo. Nada resulta muy difícil cuando es un deber que se debe cumplir. Deber que uno se ha impuesto y que no hace otra cosa que despertar una sonrisa y aumentar la gratitud, hecha deuda. Un largo viaje que, sin duda, valió la pena.