Por el Padre Martín Ponce De León
El relato evangélico nos habla de un mendigo llamado Lázaro. A diferencia del hombre rico de la casa que no posee nombre en el relato. Es que, para el relato, el pobre es alguien mientras que el otro es, simplemente quien se daba una vida colmada de banquetes y lujos.
El relato no nos dice que el hombre rico hubiese maltratado, robado o dañado a Lázaro. Ni siquiera le molestaba su presencia a la puerta de su mansión. Se había acostumbrado a verle o, tal vez, no lograba llegar a verlo.
No lo maltrataba para hacer que se retirase del frente de su casa. No le acercaba algún trozo de alimento. Para él, Lázaro, no existía.
Jesús pone de manifiesto esa, su total indiferencia, que le hace merecedor de su condenación. Esa misma omisión se repite con mucha frecuencia en nuestro hoy.
Nos hemos acostumbrado a ver esos que, como Lázaro, viven en situación de indigencia, o, tal vez, no llegamos a verlos, puesto que solemos mirar en otra dirección.
El relato evangélico, con el detalle de su nombre, nos dice que son personas y merecen ser tratados como tales. Esto trae a mi memoria la incómoda situación que me tocó vivir cuando una persona manifestó su no pasar por un determinado lugar porque allí se reunían “los pichis”. No eran otras personas sino “los pichis”, con todo lo que de despectivo tiene tal expresión. O el hecho de saber de aquel que, para hacer saber que su presencia estaba incomodando y debía correrse, lo despertaba propinándole unos punta-pies.
El rico del relato evangélico se comportó más correctamente que cualquiera de estos dos ejemplos de la vida real. No lo discriminaba y aceptaba su presencia, ni lo pateaba para hacerle saber que estaba incomodando. Si ignorarlo es una falta que Jesús pone en evidencia, mucho más es maltratarlo.
El mundo de “los Lázaros” es, sin duda una realidad que es muy difícil de comprender y respetar. Esto no quiere decir que sea una realidad que debemos aprobar o fomentar. Es, sin duda, una realidad que debemos ver y dejar que nos cuestione ya que es un algo que, desgraciadamente, forma parte de nuestra realidad.
Creo que hoy, más que no verlos, los juzgamos, los censuramos y los tratamos de ignorar. Son parte de nuestro paisaje urbano y ello es un algo que no es de nuestro agrado o satisfacción.
Preferimos ver una casa deteriorada que encontrarnos con una persona que se ha deteriorado hasta perder las ganas de vivir y conformarse con sobrevivir. Porque ello es lo que se han convertido algunos de ellos: sobrevivientes.
Sobreviven al hambre, a la intemperie, a la soledad, a la marginación o al desprecio. No viven el día a día, sino que se limitan al minuto a minuto. Si hay, bien. Si no hay, bien igual. Para ellos únicamente existe el ahora y lo limitado que ello resulta.
Nuestro hoy posee cada vez más “Lázaros” y son una presencia que nos cuestiona como personas. ¿Cómo los trato? ¿Recuerdo que son personas? ¿Les tengo temor o me molestan? ¿Qué puedo hacer por ellos? ¿Los escucho? ¿Sé sus nombres? ¿Me interesan sus historias personales? ¿Los trato con la dignidad que se merecen? ¿Les brindo algo de mi tiempo?
¿Por qué el relato evangélico nos invita a mirar, con tanta vehemencia, nuestra relación para con ellos? “Los Lázaros” de nuestro hoy son tantos que resulta imposible mirar hacia otro lado puesto que están por todos lados para que nos encontremos con ellos.