Por Gerardo Ponce De León
Cuando uno siente hablar de los refugios para la gente que vive en la calle, es decir, duermen a la intemperie y sentimos los anuncios de frío por la noche, tenemos que sentir, pena y agradecimiento. Miren que soy muy consciente que muchos de ellos lo toman como forma de vida, por la razón que se le quiera poner, ya que sobran los argumentos para justificar esa forma de vida.
Pena porque son seres humanos que muchísimas veces pasan mal. Razones hay y se argumentan, pero, me parece que la falta de educación y el no haber hecho frente a circunstancias negativas, que les ha tocado vivir, cayendo en el abandono y optando esa forma de vivir esperando siempre la ayuda de los demás. También los lleva al abandono la búsqueda del consuelo o del olvido, en el alcohol.
La pena se siente, más que nada, por el abandono, que sufren como personas. Muchas cosas nos separan, el olor, la mugre, todo fruto del abandono. Su aspecto sirve hasta para asustar a los niños, tristemente. Sé que no todos los casos son iguales, pero los que más se ven, caben dentro de este cuadro.
Cuando usted los ve ¿qué siente? o ¿ni los mira? La prueba está que en su gran mayoría los encontramos cuidando autos, y sienten que tenemos la obligación, si que ellos hagan nada dado que se arriman cuando uno se va, a tener que darles plata por un servicio que no existe. No todos están en esta “ocupación”. También tenemos aquellos que “no tiene algo que me dea”, y es sabido que si no es del agrado de ellos, la tiran, sin ningún problema.
Agradecimiento por tener, en la mesa, comida. Por tener un techo donde estar o dormir. Muchas veces la costumbre nos lleva a no valorar nada de eso. Al levantarnos, tenemos agua para lavarnos, un espejo para peinarnos, una toalla para secarnos. Pequeñas grandes bobadas que la costumbre no deja valorarlas. No vamos a mencionar la ducha, que tenemos el placer de regularla para que tenga la temperatura de nuestro agrado. Hay personas que prenden una estufa para que, al salir del baño, no se sienta el frío de dicha pieza.
Y cuantas cosas más podríamos seguir mencionando y vemos que no las valoramos. Puede ser que si usted lee este artículo piense que tenga razón. Pero el único fin que me lleva a poner estas realidades, es que poca costumbre tenemos de valorar lo que se tiene. Hoy día, con la nueva normalidad que estamos viviendo, creo que les va a cambiar mucho el ingreso a los amparos. Ardua tarea les espera a los encargados de dichas casas.
Para uno, que se dice creyente, tengo que aprender y vencer, todas las “cosas” que me separan de ellos, y tratar de ver, en cada uno de ellos al prójimo. Cosa muy fácil de decir o escribir, pero complicado de vivir. Más de una vez he recibido un abrazo de alguno de ellos y más de una vez sentí en mis ropas el olor que me dejan. Gracias a ese hecho he aprendido lo que el Papa Francisco nos quería decir, “que tenemos que tener olor a oveja”.
Un olor fuerte y penetrante, pero que no deja de ser un olor a AMOR. Si uno de ellos lo hace, es porque siente aprecio hacia uno y no es cualquiera que lo hace.
Ojala podamos decir, frente a un olor “raro” que sientan otros, en nuestro cuerpo: “Es olor a oveja”.
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