Por Gerardo Ponce
De León
Hoy les voy a escribir, haciéndoles un cuento, que podrá tener algo de verdad como puede ser una idea de que puede haber sucedido así. Soy un empleado de la salud y todos los días tengo que trabajar junto a compañeros en el área de C.T.I., sabiendo, de ante mano que puedo correr el riesgo de contagiarme con el virus que tiene el paciente que está aislado y se llama Francisco; el cual no es uruguayo, sino brasilero. Este hombre de 67 años está solo y por más que vengan sus familiares, no puedo dejarlo ver si capaz por una puerta o ventana sin contacto solamente con nosotros.
Para entrar nos tenemos que proteger y cuando veía a un compañero nuestro, no podíamos de dejar escapar una sonrisa, éramos irreconocibles y nos hacía recordar a un astronauta, con la diferencia de que teníamos los más variados colores. En un comienzo nuestro trato era el normal, frente a un paciente en esas condiciones; pero al ir pasando el tiempo y ver como Francisco luchaba por vivir, comenzó a gestarse en mí, un aprecio. Tenía un ser humano que quería vivir, que su fortaleza física lo hacía seguir luchando para ganarle a la muerte. Nos obligaba a hacer todo lo que estaba a nuestro alcance, lo que la ciencia nos permitía y de la forma mejor posible.
Solo y sin nadie que se llamara familiar, en la soledad, se fue cambiando mi aprecio, por hacer fuerza con él, para seguir viviendo y comienza un querer. Miraba ya con aprecio, veía al ser humano que “peleaba” y que trató de no contagiar a nadie, cuando se vio enfermo, y vino a entregarse, por no poder seguir manejando, en un lugar que no conocía a nadie, y capaz que lo hubiera visto cumpliendo con su trabajo. Él estaba ahí y dependía mucho de nuestra entrega.
Las cosas se fueron complicando y la ciencia seguía dándole lo que estaba a su alcance y nosotros a su costado, haciendo nuestra obligación, agregándole una dosis muy fuerte de fuerza y cariño. Se veía venir un desenlace que nos hacía redoblar nuestras fuerzas para que Francisco siguiera entre nosotros. Nuestros “disfraces” de protección eran la inyección de fuerza para entrar y sin palabras, hablar con él para darle más fuerzas, ya que se veía que comenzaban a flaquear.
Y sucedió lo que se sabía que iba a suceder, por lo que nosotros luchábamos para que no pasara. La ciencia no pudo hacer más nada y Francisco se fue de nuestras manos. Cuando nos enteramos, más de una lágrima se nos escapó. Se habían juntado dos cosas que quisimos suplir y luchar: la soledad y la enfermedad.
Ahora dejo de soñar, para que en este ejemplo que ha sucedido nos demuestre que tenemos que dar un agradecimiento ENORME a la gente que lucha todos los días, directa o indirectamente para valorar al ser humano, sin importar, si se quiere, el nombre, su condición y color. Gente que corre riesgos, aquellos que sin saber atienden a otro ser humano que lo está perjudicando. Cabe si nombrar a la gente de la salud, pero también al panadero, a un despachante de combustible, a un agente del orden público a un horticultor.
A todos, la sociedad debe de decirle GRACIAS; tenemos que tomarlos como ejemplos de entrega, y esto nos da la obligación de tener que cuidarnos, cada uno, todos los días, porque así los cuidamos a ellos. Obligación que tiene que ser sentida y voluntaria para hacer así más grande las GRACIAS.
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